Una propuesta tan desfasada en sus planteamientos como plomiza en su concreción formal
El visionado de La Condesa Rusa produce una enorme tristeza. En parte, porque constituye el epitafio del equipo creativo integrado por el productor Ismail Merchant, fallecido el año pasado, y el director James Ivory. Dueto que, con el apoyo frecuente de la guionista Ruth Prawer Jhabvala, ha forjado durante treinta años un cine de estimulante filiación literaria que nos lega obras tan atractivas como Regreso a Howards End (1992) o La Copa Dorada (2000).
Pero la tristeza de este cronista proviene sobre todo del hecho de que, como expresión de últimas voluntades por parte de sus responsables, La Condesa Rusa es un cúmulo de balbuceos propios de un agonizante. Una propuesta tan desfasada en sus planteamientos como desafortunada en su concreción formal.
Paradójicamente, el guión que inspira la historia ha sido escrito directamente para la pantalla -algo nada habitual en el cine de Ivory- por el escritor Kazuo Ishiguro, cuya novela The Remains of the Day ya había servido como base a la obra maestra del director, Lo Que Queda del Día (1993). De esta especificidad para el celuloide cabía esperar un tratamiento novedoso del trasfondo histórico en que se ubica la ficción, la Shanghai de 1936, y de sus protagonistas.
Sin embargo, Ishiguro opta por la nostalgia cinéfila, y el contexto sociopolítico pasa a ser el decorado de un melodrama muy clásico en torno a dos perdedores románticos: un antiguo diplomático (Ralph Fiennes) que tras perder la vista en un atentado se empeña en fundar un club nocturno, y una condesa (Natasha Richardson) obligada a ejercer de chica de alterne para mantener a su familia, emigrada desde Rusia tras la revolución de los soviets. La atracción que, por supuesto, surge entre ellos, se desarrolla de manera lánguida, con atención a numerosos problemas y traumas que no aportan verdadera complejidad a su relación, y sí alargan el metraje mucho más allá de lo recomendable.
Tampoco Ivory se muestra especialmente inspirado como realizador. Su habitual elegancia y mimo por los detalles, su penetración psicológica en los caracteres a través de la imagen, da paso a cierta abulia, de modo que los actores y la acción fluyen con una parsimonia que termina por rematar el interés del espectador. Por supuesto, intérpretes como Fiennes, Richardson, y las hermanas Lynn y Vanessa Redgrave cumplen sus cometidos con distinción, y los aspectos de producción están cuidados. Pero falta la chispa de la auténtica creatividad.
De modo que La Condesa Rusa queda estrictamente reservada a amantes de films retro como Casablanca o Argel, y a seguidores de esos Grandes Relatos televisivos que aparentan ser el colmo de lo exótico y lo emocionante, aunque se aprecien en cada escena las bambalinas y durante los diálogos más apasionados uno aproveche para ir al baño.