Al final lo que más hay que agradecer es que el metraje transcurra a velocidad de vértigo.
El director Francis Veber lleva años ofreciéndonos comedias de enredo cien por cien francesas donde el orden de los factores no suele alterar el producto final resultante. Si los espectadores nos quedamos con su nombre en la cabeza fue a raíz de la exitosa adaptación a la pantalla grande de su propia obra teatral, La cena de los idiotas, título que inspira obviamente la traducción al español de La doublure, última cinta hasta la fecha del realizador francés.
En El juego de los idiotas nos encontramos con un nuevo enredo. En este caso tenemos a un acaudalado empresario que le es infiel a su mujer con una explosiva supermodelo, y quien para ocultar su engaño amoroso no dudará en contratar a un pobre muerto de hambre (aparcacoches para más señas) para que se haga pasar por novio de la modelo en cuestión, de modo que se acallen los rumores de que la chica y el empresario tienen un lío y se monte el subsiguiente escándalo en la prensa del corazón. Así, además, el ricachón interpretado por Daniel Auteuil no tendrá que ver cómo su mujer le pide el divorcio y le arrebata su fortuna en el proceso.
Si bien las intenciones del director son buenas, la verdad es que de principio cuesta engancharse a la película. Resulta increíble lo poco que cuesta hallar al aparcacoches protagonista (Gad Elmaleh) en una ciudad de millones de habitantes como es París, con la única ayuda de una foto borrosa. Tampoco acabamos de saber muy bien las intenciones de la esposa del empresario (Kristin Scott Thomas): si tan segura está de la infidelidad de su marido, ¿por qué no se lanza a muerte contra él y le hace confesar, optando sin embargo por entrar en un juego absurdo sin demasiado sentido?
Salvando estas dudas que amenazan con hacer zozobrar la cinta en su arranque, y haciendo oídos sordos a la voz de la razón, el espectador se encuentra con una historia que sigue el patrón de obras anteriores de Veber, pero aquí falla la chispa que antaño nos hizo reír. Los personajes están demasiado estereotipados y sabemos qué va a ir pasando con ellos en cada momento de la película. Las escenas supuestamente risibles se ven venir a la legua y apenas nos hacen esbozar una sonrisa de vez en cuando. Al final lo que más hay que agradecer es que el metraje transcurra a velocidad de vértigo (nada que achacar al ritmo) y que ni siquiera se cumpla la hora y media que tan de rigor parece hoy en día. Se agradece la leve crítica a una sociedad basada en las apariencias y a la prensa rosa, pero también hay que echarle en cara que no sepa exprimir mejor algunas posibilidades (el personaje del médico podría haber sido alguien a recordar en el seno de otra historia).
Como curiosidad, decir que el personaje principal se llama François Pignon, como en su día lo hicieran también los protagonistas de El embrollón, La cena de los idiotas o Salir del armario. Se trata de una especie de personaje fetiche para el director.