Reflexión sobre la pervivencia en USA de creencias y costumbres políticamente incorrectas, de un antagonismo entre posiciones liberales y tradicionales, de un Norte y un Sur
Junebug se encuadra en ese metagénero llamado Americana, que analiza las raíces, contrastes y transformaciones de lo estadounidense. Tras inspirar clásicos como Las Uvas de la Ira, Sinfonía de la Vida o Cita en San Luis, centrados en la familia y la América profunda, esta temática ha mutado con el tiempo hasta abarcar no ya la revisión fantasmagórica (La Última Película, Pleasantville, Northfork), sino incluso la subversión (La Matanza de Tejas) o la parodia (Asesinos Natos).
Los espectadores europeos, que acogemos con alborozo el exotismo y la pureza de cualquier manifestación cinematográfica procedente de Mongolia interior o las riberas subamazónicas, contemplamos en cambio la Americana con desconcierto. Por una parte, nos fuerza a revisar nuestros estereotipos sobre Estados Unidos. Por otra, nos hace preguntarnos con inquietud quiénes son en realidad unos presuntos aliados de civilización que, observados de cerca, resultan tan perturbadores como ese clan turco que aún se desplaza a cuatro patas.
Para su ópera prima en el campo del largometraje, el guionista Angus MacLachlan y el director Phil Morrison, entrevistado en el número de mayo de nuestra revista, regresan al hogar de ambos, Carolina del Norte. Cuna del primer asentamiento inglés en Norteamérica, este estado sur-atlántico aportó al bando confederado más combatientes que ningún otro durante la Guerra Civil, y actualmente alberga en su territorio la mayor concentración de militares y el guionista marines de Estados Unidos. Estos datos, como el que señala que la población negra duplica la media estadística del país debido al pasado esclavista de la región, pero se halla concentrada casi en exclusiva en las zonas que antes fueron plantaciones, no son baladíes: el retrato que Morrison y MacLachlan ofrecen de su homeland tiene un carácter etnográfico que trasciende el formato de drama costumbrista planteado por el argumento.
Éste arranca en torno a Madeleine (Embeth Davidtz) y George (Alessandro Nivola), que se conocen en el mundillo cultural de Chicago, donde ella ejerce como representante de artistas alternativos. La secuencia inicial, que narra su amor a primera vista, está rodada en un estilo pop y sincopado que delata la superficialidad de su vínculo. Un problema puesto de manifiesto cuando, seis meses después, aprovechando que Madeleine quiere hacerse con la obra de un pintor residente en Carolina del Norte, la pareja se acerque a visitar a la familia de él. La cámara de Morrison adopta inesperadamente una posición reposada y elegíaca para describir un ambiente primitivo, matriarcal, del que George escapó y en el que una urbanita del midwest como Madeleine podría pasar por un hada.
Las pretensiones inmediatas de guionista y director pivotan sobre la descripción naturalista del medio ambiente en que crecieron, la disección de un grupo familiar en un tono heredado del gótico sureño, y la contraposición de unos personajes de diferente estrato sociocultural que terminarán transigiendo con las debilidades ajenas. En este sentido, Junebug se perfila como una obra detallista y sutil. Aunque no faltará quien, con cierta razón, se sienta ajeno a la idiosincrasia redneck –por no escribir palurda-, y quien considere un tanto reaccionarias algunas conclusiones del film.
Lo que presta a éste, en cualquier caso, un mayor calado, es su reflexión soterrada sobre la pervivencia en Estados Unidos de unas creencias y costumbres que desafían lo políticamente correcto, de un antagonismo entre posiciones liberales y tradicionales, de un Norte y un Sur. Características que ligan Junebug a Hustle & Flow o a la obra de Ross McElwee –películas sureñas creadas por autores nativos- y que pueden pasar desapercibidas si nos limitamos a tratar el trabajo de Morrison y MacLachlan como una muestra más de cine indie resabiado y artificioso.