La orgía de oportunismo coyuntural, humor de guardería e impudicia emocional que desata Benigni deja en pañales la Operación Tormenta del Desierto
Pinocho (2002), el anterior film de Roberto Benigni, fue un escandaloso fracaso internacional, hasta el punto de que ni siquiera llegó a exhibirse en España. El hecho delató la fragilidad del pedestal sobre el que muchos se habían apresurado a colocar al autor de La Vida es Bella (1997), una de las películas más sobrevaloradas de los últimos diez años.
Benigni no es el primer bufón que se recicla en la madurez como cineasta con inquietudes. Baste con recordar a Charles Chaplin o a Woody Allen. Otra cosa es que ni sus primeras películas –Soy el pequeño diablo (1988), Johnny Palillo (1991), El Monstruo (1994)- fuesen un dechado de virtudes cinematográficas, ni las últimas sobrepasen el nivel de las presuntas buenas intenciones. Intenciones que en manos de Benigni resultan especialmente peligrosas, puesto que abusa de ellas sin mesura con tal de ganarse el favor del receptor.
Para confirmarlo, el italiano repite en El Tigre y la Nieve los planteamientos y la estructura de La Vida es Bella, esperando seguramente que vuelva a sonar la flauta. Con su narcisismo habitual, él mismo ocupa el noventa por ciento del metraje interpretando a Attilio, un brillante poeta y magnífico profesor de literatura que tiene fascinadas por igual a sus hijas y a sus colegas de universidad. ¿Qué le falta a este vitalista, exultante y encantador hombrecillo, capaz de encandilar a cualquiera con sus pareados improvisados y sus fábulas hipnóticas? La convención dramática, pues de algo ha de tratar la película, nos dice que el amor. En efecto, Attilio tiene todas las noches tiernas ensoñaciones en las que desposa a una mujer; una escritora que, sin embargo, en la vida real no termina de corresponder a sus románticos desvelos. No termina de responder a nada, cabría añadir, pues la actriz que interpreta el personaje, Nicoleta Braschi –mujer del director en la vida real y productora del film- apenas mueve un músculo en los escasos planos no ocupados por Benigni. ¿Será por incapacidad interpretativa, por contrastar con la chispa de su parteneire, o por identificación con el espectador?
Nuestro héroe intentará, en cualquier caso, quebrar esa indiferencia sirviéndose como decorado de las catástrofes del ancho mundo. Si en La Vida es Bella era un campo de concentración el escenario escogido por Benigni para demostrarnos su sensibilidad y su talento como showman, ¿por qué no recurrir aquí a la Guerra de Irak, que está más de moda y garantiza la complicidad del respetable? Hasta aquel país se marcha Attilio, siguiendo los pasos de su amada... La orgía de oportunismo, humor de guardería e impudicia emocional que se desata a continuación deja en pañales por su virulencia la Operación Tormenta del Desierto.
Si Coleridge apelaba a la suspensión de la incredulidad por parte del espectador para que su imaginación pudiera gozar plenamente de la obra artística, con el cine de Benigni cabría hablar de una suspensión de la inteligencia. Disfrutar de El Tigre y la Nieve exige abandonar cualquier actitud reflexiva, crítica, autocrítica; renunciar a la complejidad de las cosas en nombre de una falsa inocencia que permita sentirse a autor y público el colmo de lo bondadoso, lo sensible y lo humano. Una posición autoexculpatoria y vanidosa detestable, que hace tanto daño o más que la maldad consciente, porque deja en la cuneta lo único que da valor a nuestros actos como seres humanos: el libre albedrío bajo la tutela de la razón.
Una película que perjudica gravemente la salud intelectual.