una secuela merece tener un margen de maniobra, de creatividad, que Singer y sus guionistas han rehuido sistemáticamente
En el verano de 2005, Christopher Nolan lograba la carambola de reinventar cinematográficamente el personaje del hombre murciélago y de remontarse a la vez a sus orígenes. Era una jugada atrevida, si consideramos que solo habían pasado ocho años desde la última parte de la saga iniciada con el Batman (1989) de Tim Burton. Sin embargo Batman Begins salía a flote gracias a la ambición, la valentía y, por supuesto, el talento de Nolan, que dejaba en evidencia no ya al hueco Joel Schumacher de Batman Forever (1995) y Batman & Robin (1997), sino también al acartonado Burton de aquellas dos primeras entregas.
Parecía lógico pensar que una serie tan decaída como la de Superman brindaba aun más posibilidades para un experimento similar: El Superman (1978) de Richard Donner es una película correcta, pero su contención formal y sus limitaciones en cuanto a efectos visuales pesan tres décadas después. Superman II (1981) constituía poco más que una prolongación de la anterior; y en cuanto a Superman III (Richard Lester, 1983) y Superman IV (Sidney J. Furie, 1987), mejor correr un tupido velo.
Además, se anunciaba que el proyecto de recuperar al personaje creado en 1938 por Jerry Siegel y Joe Shuster estaría liderado por Bryan Singer, un director que ha demostrado, siempre dentro de los márgenes del cine comercial, una capacidad de riesgo meritoria. Hace seis años pocos pensaban que fuera posible retratar en el cine a los mutantes de la Marvel sin estrellarse; Singer resolvió la papeleta con acierto hasta dos veces consecutivas (X-Men, X2). Y antes se había aplicado con la misma elegancia y rigor a textos no menos complicados, como el enrevesado guión de Chris McQuarrie para Sospechosos Habituales (1995) o la polémica novela de Stephen King que daría lugar a Verano de Corrupción (1998).
Justo es reconocer que su intención declarada a la hora de afrontar Superman Returns pasaba tanto por continuar las aventuras del hombre de acero allí donde terminaba Superman II como por ser fiel al espíritu de aquellas películas. Pero incluso así una secuela merece tener un margen de maniobra, de creatividad, que Singer y los guionistas Michael Dougherty y Dan Harris han rehuido sistemáticamente. Returns es una genuflexión respetuosa de 150 minutos a unos antecedentes que no la exigían, una aventura no demasiado excitante en sí misma, y una decepción en cuanto a las reflexiones que propiciaba un personaje tan idiosincrásico como el hombre de acero en el mundo posterior al 11-S.
En efecto, no basta con insinuarnos veinte veces que los personajes se han preguntado por qué sí o por qué no necesitamos a Superman. No basta con mostrar al superhéroe –en la mejor escena de la película, por cierto, un prodigio de crescendo emocional y efectos digitales- salvando un avión de pasajeros, depositándolo en un campo de béisbol (!), y recordando a los pasajeros que volar sigue siendo la manera más segura de viajar (!!). No basta con tres o cuatro detalles que resaltan sin convencimiento los paralelismos entre el personaje de Siegel y Shuster y Jesucristo; ni basta un monólogo expreso que vincula al villano Lex Luthor con el Prometeo mitológico. Son pinceladas que no otorgan ningún espesor a un argumento que, desde el regreso de Superman a la Tierra tras cinco años de paseo por el espacio, hasta el descubrimiento final de un secreto que tampoco parece condicionar el futuro de los protagonistas, no aporta nada que no haya uno leído en cientos de cómics, ni profundiza en ninguna dirección.
Tampoco la realización anda muy inspirada, y en lo que respecta a los actores Brandon Routh –un Superman de inquietante parecido con Christopher Reeve- y Kate Bosworth (Lois Lane) no dotan de carisma a sus personajes; mientras que Kevin Spacey, más que interpretar a Luthor, repite por el registro previo de Gene Hackman en la piel del villano.
Ese es el tono general de Superman Returns. La música de John Williams, los títulos de crédito... tantos elementos que son recibidos en principio con alegre complicidad, y que acaban por conspirar contra la libre expresión de este retorno, convirtiéndolo en superfluo.