El protagonista soporta todo el peso del metraje en sus espaldas y tiene que expresar con su rostro frialdad, cinismo y ocasionales resquicios de humanidad.
La figura del delincuente de éxito ha despertado tradicionalmente en la gran pantalla una cómplice simpatía del público con sus fechorías. Si se elige un protagonista carismático y se le hace surgir de la nada para valerse de su talento en el bando del mal, en tanto su crueldad y sadismo sepa alejarse de los modos y tics tradicionalmente ligados a los “malos”, se le aleje del ensañamiento gratuito y se le dé alguna cualidad humana, se le apreciará hasta cotas sorprendentes.
Si en Blow (Ted Demme, 2001) Johnny Depp nos llevaba a la historia del tráfico de estupefacientes y nos hacía comprender y prácticamente apoyar su causa exhibiendo un rostro angelical desmesurado y un repertorio de valores, ahora en El Señor de La Guerra Nicolas Cage (interpretando a Yuri Orlov) se las tiene que ver con un reto mucho mayor. Porque a pesar de que mafiosos y asesinos a sueldo (desde Los Soprano a El Matador) ya hayan puesto a prueba las simpatías del respetable, en esta ocasión el cambio de las drogas de Depp por armas hace al personaje, a priori, mucho más censurable.
Los recursos de Andrew Niccol (escritor y al tiempo director como lo ha sido en otras cintas como Gattaca o la cuestionable Simone) se reflejan en un protagonista que soporta todo el peso del metraje en sus espaldas y que tiene que expresar con su rostro frialdad, cinismo y ocasionales resquicios de humanidad, la mayor parte de las veces desde una franca lucidez demoledora. Sus defensas para aquello que hace son tan rigurosamente manipuladoras como ciertas, su historia de éxito en aquello que sabe hacer no es menos condenable por la complicidad de su personaje sarcástico y brutalmente honesto, pero está repleta de afiladas verdades que acercan sus vivencias. El mundo que rodea a Orlov es duro e implacable, plagado de demonios que le hacen parecerse odiosamente al real –en la evolución de sus andanzas pasa por todos los conflictos de la historia reciente desde la guerra fría– y le empequeñece a él y a su inmoralidad de aprovechado sin escrúpulos que parece serlo más por las circunstancias, por la posibilidad de serlo, y por un torcido uso de su sentido común.
Ver a Orlov/Cage trepar a golpe de venta de vidas humanas, verle hacerse con la mujer de sus sueños (Bridget Moynahan, tan fríamente modélica como de costumbre), desplegar todo el ingenio posible para lograr todo lo que desea mientras sus propias verdades caminan del lado del mal (hasta el punto de celebrar los conflictos bélicos como éxitosas ventas de acciones y maldecir el mejor de los tratados de paz), logra una conexión con el público en la medida en que le queda un pequeño espacio para la sinceridad y ni se engaña a sí mismo ni nos engaña a nosotros vía voz en off. Cuando se acerca cara a cara a contemplar sus consecuencias, cuando el mundo se revela mil veces más duro que él, llegamos a entender la oquedad de su éxito de ilusionista, descubrimos como a la hora de dar lecciones de realidad al público y acercarles a las profundidades de un infierno muy cercano, la enseñanza puede ser mucho más fructífera libre de juicios tendenciosos, argumentando desde el lado del mal y poniendo todo su empeño en atraparnos con su historia.