Thriller efectista y aburrido que da al espectador una gran libertad de interpretación porque no cuenta nada
En el momento involuntariamente más revelador de Zulo su protagonista, un hombre retenido contra su voluntad en un pozo desecado, pregunta a uno de sus captores: ¿Ha terminado esto ya? El otro responde: Todavía no. Y en la oscuridad de la sala se alzó una voz quejumbrosa que musitó: Joder.
Y es que más allá del pretendido tour de force que supone desarrollar una ficción prácticamente con un solo actor y en un único escenario, poco interés tiene esta película. Empieza a ser cansina la tendencia de tantos cineastas noveles de deslumbrar a propios y extraños con óperas primas que desvelarán todo el ingenio que se quiera, pero que como tarjetas de presentación abusan del diseño y carecen de texto descriptivo.
Porque el diseño de Zulo es innegablemente atractivo: un tipo normal se despierta atrapado en un recinto del que no puede escapar. Sus dos secuestradores no le dan ninguna explicación sobre el hecho. La narración se encarga de detallarnos la degradación que consume al preso. Pero no hay más. Ni una aproximación a su universo interior, ni una explicación racional del rapto –aunque la imaginería del film remite al terrorismo etarra-, ni cualidades alegóricas de ningún tipo, exceptuando las pobres divagaciones en off que abren y cierran la película. Los ochenta minutos de duración se fían a elementos de impacto superficial y breve: gritos, suciedad, cucarachas, excrementos, bocadillos de lomo.
Que el director Carlos Martín Ferrera es consciente de las limitaciones del guión escrito por Pep Garrido se nota. La realización de Zulo es mucho más efectista que funcional, al apelar a numerosos artificios no siempre coherentes: Son aciertos plenos los fundidos en negro, las tomas cenitales, la magnífica interpretación de Jaume García Arija, su caracterización y el propio pozo. Pero no cabe decir lo mismo del montaje epiléptico de planos que muestran la desesperación del cautivo o la estrechez de su prisión; ni de esas cinco largas transiciones musicales que ayudan a completar un metraje estándar; ni de esos exteriores que rompen con el punto de vista del enclaustrado sin motivo aparente…
Por no faltar, no falta ni la escena onírica y/o metafórica que permite cerrar la película dejando al espectador sumido en el desconcierto. Un desconcierto que se torna en alivio cuando empiezan a desfilar los títulos de crédito. Decía el director del Festival de Sitges, Ángel Sala, con motivo de la exhibición de Zulo en el certamen catalán, que la película era un descubrimiento “a la altura de Cube”. Cada cual es libre de pensar lo que quiera, pero a este cronista le basta una consulta para desmontar esa comparación: Quien bostezase con la película de Vincenzo Natali que levante la mano.
Vale. Pues ya sabéis porque Zulo no está a la altura de Cube.