Una de tantas películas españolas que en vez enhebrar un discurso coherente a través de la imagen recurre a los peores tics de lo simbólico y lo alegórico
No seremos los primeros en resaltar la incapacidad de nuestro cine para escapar al yugo de lo literario. Y al sumarnos a esa crítica no lo hacemos porque desdeñemos la letra impresa, sustrato esencial del séptimo arte; sino por la torpeza con que suele realizarse por aquí el trasvase entre medios: a cuántas películas españolas –¡y no sólo a las adaptaciones de novelas!- les encanta enredarse en reflexiones amaneradas, diálogos imposibles, situaciones de fábula, que buscan transmitir enormes dosis de reflexión y sensibilidad, y únicamente demuestran un escaso conocimiento del lenguaje cinematográfico por parte de sus artífices, así como cierta pretenciosidad derivada de la idea aún bastante extendida en torno a la superioridad de la literatura sobre lo visual.
Es una cuestión de dominar intuitivamente la herramienta que se tiene entre manos y considerar, como Ingmar Bergman (un artista nada sospechoso de cultivar el cine como simple divertimento de feria), que rodar y montar son necesidades de la naturaleza, comparables al hambre y la sed. Algunos alcanzan la auto-expresión escribiendo libros, escalando montañas, pegando a sus hijos o bailando la samba. Pero resulta que yo me expreso haciendo películas.
A todo ello habría que sumar la execrable artificiosidad de la mayoría de la narrativa contemporánea española, lo que aporta un lastre inicial extra a cualquier proyecto de adaptación cinematográfica; por mucho que, como en Febrero, se primen diferentes formatos de imagen (betacam, 16 y 35 mm) para elaborar un discurso de corte casi experimental partiendo de un planteamiento tan interesante como inverosímil: A Lars (Julio Manrique) se le adivina un fracaso vital a pesar de su aparente triunfo tanto en lo laboral como en lo familiar. En efecto, esta fachada se derrumba cuando lee en la prensa que el amor de su vida, Sela (Laura Conejero), se ha suicidado… Lars se cuela en el apartamento de Sela y allí descubre que la fallecida había grabado en cintas de vídeo y audio los momentos más relevantes de su vida de pareja no ya con Lars, sino también con Stefan (Adolfo Fernández) y con Edmond (Nacho Fresneda). La reproducción de esas escenas permite a Lars reconstruir el sentido de su relación con Sela, y percibir el fracaso que presidió las vidas de todos los implicados.
Se trata de un tema grave, y la directora Silvia Quer y la guionista Lluïsa Cunillé (inspirándose libremente en una obra de Eduard Márquez) lo afrontan durante los primeros minutos con valentía y rigor. A uno le cuesta recordar una película que exprese tan bien como Febrero la irreversible sensación de tristeza que propician el final del amor, la muerte de los seres queridos, y la comprensión de los equívocos, el egoísmo y la soledad que presiden incluso los vínculos más profundos. Hay que destacar en ese aspecto los elaborados trabajos de ambientación (Dídac Bono) y fotografía (David Omedes), que presiden la película y calan terriblemente en el ánimo del espectador.
Por desgracia, Febrero va sumiéndose en un autismo caprichoso que confirma involuntaria y paradójicamente las pesimistas premisas expuestas; las alternancias de tiempos y texturas visuales pierden cohesión, y pasan a tener cualidades didácticas y confusas; los hechos se tiñen de un simbolismo pretencioso; las idas y venidas del personaje encarnado por Julio Manrique se hacen interminables. Pasamos de la angustia existencial al aburrimiento, y finalmente a esa irritación reservada a las películas que intentan abrumarnos bajo el peso de lo importante y dejan sobre nosotros tan solo la huella de lo pedante.
Aun con tantas reservas, no dudamos en recomendar Febrero a quienes sientan como afines a su carácter tantas novelas de cuño reciente en las que guardan estricta equidistancia las ambiciones dramáticas de sus autores y la arbitrariedad de unas narraciones a las que pedir un mínimo de coherencia y sencillez sería ponerlas en graves aprietos.