Las destrucciones sanguinolentas, desprovistas del drama real, dejan limpio al público su componente espectacular.
La fórmula del cine catastrófico, género así calificable tanto por su temática como por la calidad habitual de sus resultados, siempre ha parecido esconder una suerte de actitud misántropa en que los humanos merecían fenecer sometidos a los implacables poderes de la naturaleza. Se aniquila en sus argumentos toda idea antropocéntrica, devolviéndoles humildad en el curso de una selección natural en que sólo un grupo reducido merece superar las adversidades de acuerdo con los tópicos comúnmente admitidos, aún cuando no todos los hombres valerosos sobrevivirán a la aventura: el dolor de la injusta pérdida tras el sacrificio mayúsculo del semi-protagonista, se unirá a las desdichas de quienes están obligados a arrastrarse por todo tipo de desgracias y protagonizar las más rocambolescas escenas, para terminar contemplando entre jadeos el ascenso de los títulos de crédito.
De cualquier fórmula cabe esperar, siempre en un alarde de terca ingenuidad, un mínimo de novedosa aportación. Una mínima pretensión de sorprender a alguien con algún tratamiento singular, más cuando la idea de superproducción en género tan trillado lo hace más obligatorio que aconsejable. Lejos de eso, el Poseidon que vuelve a surcar los mares de forma frustrada encuentra en su director y en su guionista la mejor explicación para un producto con tan poco riesgo como engaño. Por un lado cuenta con un realizador (Wolfgang Petersen) con experiencia en los shows de circo, capaz de manejar los ejércitos de Troya y de domar los bravos mares de Tormenta Perfecta (la considerada primera producción en que la infografía somete plenamente al agua a los designios del guión) en recursos sumamente oportunos para dejar a la tripulación boca abajo. Por otro, un guionista (Mark Protosevich) con la mácula de Cell que tiene en su próximo listado de víctimas a proyectos como Thor y que anda más que justito de posibilidades y talento.
De esta forma, la actualización de Poseidon se limita única y exclusivamente al desguace genocida, a hacer que una montaña rusa de explosiones y tribulaciones en torno al agua y al fuego vaya sometiendo a un grupo de personajes tan despreciables que uno no puede si no desear que, más allá de los que huelen a muerto por dogmático cliché, sufran aciago destino precisamente los que el guionista trata de hacer más apreciados.
Desde el primer minuto de proyección, cada vez que la cámara se acerca para presentar a las marionetas de cartón-piedra, su prefabricado se intuye tan enervante y rezuma tanta oquedad que obliga a preguntarse con qué productor emparenta Protosevich, y qué motivo le llevó a este a ambicionar un puesto de guionista en su vida cuando sus ideas son un mero cortado y pegado de los usos más manidos y rudimentarios llevados con la habitual intrascendencia del remedo. No obstante, en lo que se refiere a la sucesión de escenas angustiosas a modo de videojuego, podría llegarse a pensar que en esa industria digital si hay un hueco para sus dotes, que todo lo que le cuesta construir seres de carne y hueso lo sabe enfocar a la destrucción de metal y porcelana, a las huidas claustrofóbicas y endiabladas, siempre que un equipo técnico comandado por Petersen sea capaz de filmar la desgracia entre giros de cámara, siempre que el público sea generoso y cruce algunas estancias con una venda en los ojos de la física más elemental.
Poseidon es pues una inevitable confirmación de que las destrucciones sanguinolentas, desprovistas del drama real, dejan limpio al público su componente espectacular para que agradecido por dos horas de show con aire acondicionado en días de canícula, se plantee pocas cosas en mitad de un ritmo acelerado. Si los que caen en pantalla lo hacen de forma masiva, si la mayor originalidad radica en la excepción de alguna muerte inesperada y no por ello sorpresiva de quien no parecía que iba a hacerlo, lo justo es no exigir más a quien no lo merece, dar carpetazo pronto y rápido a su historia y tratar de evitar tsunamis en los viajes en barco. Y si un día uno la tiene tomada con la humanidad o con quienes gozan de lujosos cruceros, recuperar su infausto paso por alta mar con las palomitas –y los manguitos–lo más cerca posible.