Cuando somos pequeños vemos el mundo de manera diferente: todo resulta mucho más grandioso y tendemos a captar nuestro entorno en tamaños más exagerados de los que se corresponden con la realidad. Cuando crecemos y nos hacemos mayores, apreciamos todo aquello que nos rodea en su justa medida (o eso intentamos día tras día), pero secretamente añoramos aquella perspectiva inocente del mundo y la manera en la que siendo niños nos implicábamos con las cosas. Antes nuestro deseo era ser mayores de golpe para rebelarnos contra los adultos y desentendernos de las “presiones” a las que nos sometían. Con el paso del tiempo, esas presiones se hacen cada vez más cuesta arriba y desearíamos volver atrás en el tiempo para vivir de una manera mejor una vida que, aunque bien empleada, no resulta completamente satisfactoria. ¿Y si nos dieran la oportunidad de viajar en el tiempo y envejecer o rejuvenecer a placer?
Siendo muy benevolentes, El príncipe de los ladrones, de Richard Claus, adaptación de la premiada novela de Cornelia Funke, podría tratar de reflexionar sobre el asunto analizando el problema desde la perspectiva de los más pequeños y nos proporcionaría una modélica conclusión sobre las ventajas e inconvenientes de ese específico cambio de roles o, más bien, de edades. Pero no nos precipitemos, porque la cinta de Richard Claus está muy lejos de contener un análisis similar. La película cuenta una vez más las peripecias de dos chavales huérfanos, esta vez hermanos, que huyen de la casa de unos tíos estirados y ridículos para ir a Venecia, la ciudad predilecta de su difunta madre. Una vez allí, son acogidos por una pandilla de ladronzuelos con los que tendrán que robar un misterioso objeto capaz de hacer realidad los sueños de todo niño o adulto disconforme con su edad física.
Con semejante arranque, que guarda no pocos puntos en común con el Oliver Twist de Charles Dickens, El príncipe de los ladrones podrá engañar a un público muy, muy joven incapaz de defenderse a causa de sus ingenuas dotes de juicio. El film está cerca de aquel cine pueril y palomitero que entretuvo a toda una generación allá por los ochenta, con títulos como Los bicivoladores, de Brian Trenchard Smith, o Los Goonies, de Richard Donner, gracias a un sentimentalismo de fácil consumo, a una intriga de catálogo llena de lugares comunes, a unos personajes esquemáticos (los buenos son increíblemente listos y hábiles y los malos resultan absurdos de lo torpes que pueden llegar a ser), todo ello realzado por un guión simple, empalagoso y mojigato y por una puesta en escena plana y arcaica más cercana a los telefilmes de la tarde que una producción cinematográfica que se precie.
A pesar de la considerable desestimación llevada a cabo por sus responsables sobre las ejemplares enseñanzas que otros recientes productos infantiles nos habían brindado, su poco disimulada modestia de medios y recursos viene a actuar en su favor cuando advertimos la falta de presuntuosidad de la propuesta, haciendo que un filme con un excesivo metraje y execrables interpretaciones (caso flagrante el del crío que da vida al Príncipe de los ladrones, abominable de puro inexpresivo) no moleste y ni tan siquiera importe, porque el único objetivo que persigue es el de hacer más llevaderas las tardes a unos críos faltos de ilusiones e imaginación y a unos padres hartos de rutinas y de agobios, consiguiendo que ninguna de las dos partes se acuerde de ella una vez se han digerido las palomitas y se ha abandonado la sala de proyecciones.