Una película literalmente surgida de una atracción de feria, lo que se convierte en una excusa, una línea maestra o una declaración de intenciones.
Ron Gilbert acude regularmente a comprobar si a su buzón ha llegado ya el esperado sobre. Día tras día, y a pesar de no recordar ninguna negociación suya o en su nombre, ningún pacto concreto sobre la cantidad o fecha de satisfacción de la misma, espera la llegada del cheque que cumpla el pago de sus royalties. Porque desde que en la primera entrega de Piratas del Caribe todos los que habían sido usuarios de videojuegos en los 90 recordaron su obra Monkey Island, y desde que el anuncio de esta segunda entrega tenía de nuevo elementos visuales tan próximos como para hacer releer su título (y buscar ahí a los monos), él no duda, al menos no un tono sarcástico, que antes o después Disney “hará lo correcto”.
A decir verdad, alguna de las escenas más emblemáticas en el paralelismo Monkey Island y Piratas del Caribe se inspiraban en una fuente anterior a una y otra y surgía de una atracción de Disneylandia, la que dio lugar (y nombre) a la saga que nos ocupa. Ese argumento podría servir para relativizar el supuesto plagio sobre el videojuego, pero luego queda todo lo atmosférico, los rasgos en la creación de personajes principales y secundarios, sus islas y estancias y el tono de aventuras distentidas a pesar del ominoso mal a que se enfrentan sus protagonistas. Y de paso deja otra reflexión: la de una película literalmente surgida de una atracción de feria dispuesta a la caza de las emociones más simples, algo que en Piratas del Caribe, El Cofre del Hombre Muerto se convierte en una excusa, una línea maestra o una declaración de intenciones.
A lo largo de 150 minutos, la concebida como segunda de tres partes es un viaje desestructurado a modo de nudo-desenlace por un circo lujosamente amueblado, repleto de todo aquello que el mayor presupuesto puede hacer con islas, barcos y piratas vivos y muertos. El subconsciente hace dudar de si lo que buscan Jack Sparrow y compañía en el texto de los guionistas Elliott y Rossio (autores de Aladdin, Shrek, Pequeños Soldados, Godzilla y La Máscara del Zorro) es un cofre, el Santo Grial o a don King Kong, más cuando la temática se sucede entre saltos imposibles, luchas coreografiadas e idas y venidas en búsqueda de un objetivo final que es fácil olvidar. En el diccionario de Piratas concebido por el todopoderoso Bruckheimer el amor es una exaltación pomposa a gusto de arrebato de telenovela, la muerte un estado circunstancial a modo de engranaje de guión, la condición de buenos y malos otro instrumento caprichoso e inconsecuente plegado a la búsqueda del irrelevante giro argumental para llegar a otro atmosférico escenario. Tras la acumulación de oquedad ferial en donde cabe agradecer que esa feria brille y atraiga a todos los que disfrutan de sus grandes ambientaciones, sólo queda plantearse algo. Atendiendo de nuevo al aspecto legal, a escenas concretas tan nítidamente revividas en que la señorita Voodoo de la isla Scabb (sí, otra vez Monkey Island) late en el corazón de Tia Dalma, al nuevo Lechuck de barba de tentáculos, etcétera, quizá Ron Gilbert debería replantearse las cosas y contratar un abogado. Tal vez podrían llegar a un acuerdo en que el bueno de Ron hiciese un guión para un producto de la misma naturaleza.