Hay una pequeña parte de la crítica que sostiene una peculiar teoría: afirman que en las películas “basadas en hechos reales”, si dicho letrerito aparece al principio de la cinta es que nos espera un mal film, mientras que si la advertencia viene al final, por el contrario, estaremos ante un producto digno. En A la deriva el dichoso rótulo hace acto de presencia al principio del todo, así que ya podéis ir deduciendo por vosotros mismos.
Por otro lado, hay una gran parte de los responsables del cine de terror moderno que sostienen otra teoría: si una primera parte ha tenido éxito, la secuela inevitablemente deberá incluir más muertes y habrá que introducir más elementos que den juego al resultado final. Casos como Scream o la más reciente Saw parecen refrendar esa escuela de pensamiento. Pues bien, Dave Mitchell y Adam Kreutner, las mentes pensantes que han elaborado el guión de A la deriva, tras visionar unas cuantas docenas de veces la también basada en hechos reales Open water (Chris Kentis, 2003) han dado con la fórmula para crear algo que seguramente contentará a aquellos que se lo pasaran bien con ella, tomando su estructura básica, añadiéndole nuevos componentes y creando de paso una segunda parte de la saga (no en vano se ha subtitulado esta Adrift como Open water 2) que les reporte algún beneficio a sus bolsillos, en vista de que no pudieron anotarse el tanto de ser los primeros en explorar esta novedosa variante del cine de terror.
Si en Open water teníamos a una pareja que practicando submarinismo se ve abandonada en alta mar por equivocación, aquí son tres las parejas que se internan en el mar con el yate de uno de ellos y se ven obligados a quedarse flotando junto al barco, pero sin poder subir a él de nuevo, debido a un error absurdo que les puede pasar factura: no extienden la escalerilla, el único modo de volver a bordo. A partir de ahí se suceden los intentos por regresar a cubierta, y los fracasos irán haciendo surgir la crispación y el resentimiento. Los personajes se echan la culpa mutuamente, a otro le resurge un trauma relacionado con el mar que le afecta desde la infancia... y la trama se va alargando gracias a tiempos muertos que aburren al espectador, flashbacks trufados de absurdos ralentís, gritos angustiados a los que se les quita el sonido porque parece que así da más mal rollo y demás trucos de manual barato.
Reconocemos la dificultad intrínseca de intentar rellenar hora y media de metraje con un argumento en principio tan limitado. La mentada Open water ni siquiera llegaba a dicha duración, y a pesar de su larga introducción también aburría bastante a ratos, aunque en su defensa hay que decir que aguantaba el tipo dignamente con sólo dos personajes metidos en el agua. A la deriva, sin embargo, desespera porque en todo momento contemplamos a seis adultos tomar una decisión equivocada tras otra, y a cualquier espectador medianamente despierto se le ocurren muchas otras salidas más inteligentes al problema que se plantea en la pantalla. Que el debutante Hans Horn nos quiera hacer creer que los personajes no son capaces de dar una a derechas para así mantener el suspense es ridículo, y si encima en la resolución jugamos a engañar al público, dejando prácticamente clara una cosa para después hacer trampa y hacernos los ambiguos, no son de extrañar los resoplidos desencantados de muchos de los asistentes a la sala al finalizar la proyección. Avisados estáis.