Un experimento tan bello, catártico e insólito que hace que el término documental se quede pequeño.
Con dos años de demora y en lustroso 3D, por fin se estrena esta pequeña joya de Werner Herzog. El realizador vuelve a indagar en los misterios de la Humanidad adentrándose esta vez en las cuevas de Chaumet, que contienen las pinturas rupestres más antiguas descubiertas por el hombre. Si bien la cinta lleva años circulando por innumerables páginas web, merece mucho la pena pasar por taquilla para pagar la entrada y poder disfrutarla en su formato tridimensional.
Al igual que hiciera Wim Wenders con su carta de amor a Pina Bausch, el uso del 3D se revela como espectacular y necesario para contemplar una belleza física que pocos saben filmar como Herzog. Las pinturas adquieren un tono fantasmagórico y casi sobrenatural que hace que el realizador transmita esas apasionantes imágenes de manera casi cristalina para lograr cautivar al espectador, y lo que es más, conmoverlo.
Herzog ha estirado una sencilla anécdota argumental (aunque de enorme trascendencia histórica), como es la exploración de estas pinturas, y la ha transformado en un largometraje. Lo que a priori casi parece un chiste. ¿Cómo es posible que la filmación de estas obras logren llenar una hora y media? Es gracias a Herzog que logra contagiar su propia pasión a todo aquel que observa esa realidad descubierta mediante sus ojos, unos ojos siempre interesantes y magnéticos que hacen que estemos delante de una valiosa muestra de documental.
Pero no sólo su filmación resulta magnánima sino también el modo en el que reinterpreta el género en sí mismo. La cueva de los sueños olvidados es un experimento tan bello, catártico e insólito que hace que el término documental se quede pequeño porque lo que consigue Herzog es realizar una crónica filmada y llena de entusiasmo hacia los orígenes de nuestra propia Humanidad y realzarla con los matices de su sabiduría y su pasión vírica. Desde luego, ha alcanzado aquí una de sus cimas cinematográficas.