El encuentro cultural con oriente, la fascinación por sus costumbres y rituales ancestrales, el modo en el que alguien proveniente de un contexto más moderno queda atraído por su tipo de vida... la fórmula no es nueva, pero tampoco es que queden muchas por descubrir.
En el caso de una sociedad con una historia corta como la estadounidense, ese atractivo por otras civilizaciones se ve incrementado y es así como muchas ocasiones se ha lanzado a estos choques culturales, y no necesariamente con aportaciones de terreno asiático, sino incluso de su propia tierra con sus indios aborígenes machacados con la llegada colonizadora. Esta última raza, fruto del deseo pretencioso de abarcarlo todo en la temática de "El último Samurai", encuentra su espacio como preámbulo de la tortura personal de Nathan Algren (Tom Cruise), un militar atormentado por sus hazañas que vive tratando de ahogar en alcohol sus recuerdos de campaña.
Posteriormente, su contratación en horas bajas para adiestrar al ejército japonés y prepararlo para luchar contra una facción rebelde de corte Samurai, le conducirá a profundizar en las maravillas inigualables de armonía de luchador con las flores, el agua, el olor a primavera... similar a un anuncio de compresas pero encauzado a una búsqueda de valores de honor y dignidad en los que Cruise se revolcará para acabar de expiar sus pecados.
El desdén que pueda predicarse de todo este conglomerado emocional de luchador romántico, del fácil deslumbramiento embelesado por un paraíso de rebeldes espirituales y artistas de la lucha, se justifica en el modo en que una primera hora y media de película que apunta maneras de cine para la historia acaba perdiéndose en todos y cada uno de los tics nerviosos de productor buscando emoción demagógica. La batalla final, videoclip orquestal en que se elude un pleno uso de la cámara lenta para evitar el riesgo de que algún estadista desmonte la coherencia de la batalla (los 500 samurais contra los miles de militares, crecen y decrecen en número pidiendo a gritos un recuento) evidencia que todo el encanto de corte épico que se había planteado cuidadosamente cae por su propio peso en excesos finales clónicos en la filmografía del género.
Los buenos que han de caer, la forma en que los que veían en el forastero un enemigo en quien encontraron un igual, son capaces de morir con él y por él, hacen que algo ya rematado pierda una credibilidad a añorar con desconsuelo. Si el hastío, el profundo asco por la vida misma y cómo en un paraíso de cuento de hadas se reencontraba con un mundo imposible hacían de la actuación de Tom Cruise una nueva muestra de su capacidad, el final reproduce tantas veces su cara de ojos llorosos y rabia contenida que llegan a agotar su principal recurso.
Lo que podía haber sido una leyenda de valores guerreros, de luchadores dispuestos a levantarse una y otra vez para seguir adelante, acaba pues en una batalla en la que algunos llegarán a pensar en algún momento de confusión que todo se hace por destruir el maléfico poder del anillo mientras buscan a Frodo en pantalla, en tanto que otros maldecimos cómo los convencionalismos pueden acabar con los mejores planteamientos.