Tres grandes estrenos iban a medir en el presente año el pulso y posibilidades del cine comercial por excelencia de estos tiempos, el de las adaptaciones de aventuras de superhéroes-cómic. El primero en la cola era el de Los Vengadores, símbolo único de la consumación de la estrategia comercial de la todopoderosa Disney tras engullir Marvel, un producto a la medida de una operación económica sin parangón que debía lograr lo propio con la película dirigida por Joss Whedon, y que demostró con su llegada a los cines que con semejantes mimbres podía contentarse tanto a fans como a profanos (los primeros, objetivo fácil con unos mínimos cuidados; los segundos reclamando un justo equilibrio de circo y estrellas). Sellaba de paso una estrategia de merchandising tan inapelable en resultados, como cuestionable al disponer un escenario de tal calibre -con semejante maquinaria a pleno rendimiento- para un mensaje tan insustancial e indiferente(pirotecnica hueca que por otro lado demuestra lo prescindible de buscar algo más que entretenimiento para gran parte del respetable).
Después le tocaba el turno a Spiderman. Reboot demasiado cercano a la trilogía anterior, tenía el interés de rehacer la saga que tuvo un papel determinante a la hora de explicar esta invasión de adaptaciones: en 2002 uno de los personajes más célebres e infrautilizados en celuloide se unía a un director de personalidad como Raimi para darle vida y gloria, por más que terminara ahogándole a él y a sus posibilidades en una saga cuya tercera entrega perdía toda medida y sentido convirtiéndose en un esperpento que ahora tocaba recalibrar. Que The Amazing Spider-Man, con sus propios excesos y descompensaciones, no haya logrado revolución alguna, no quita que con ella pueda hablarse de misión cumplida atendiendo lo limitado de sus ambiciones, más cuando pocas lecciones puede darle el cómic al cine en cuanto a mesura y formas: la saturación de revisiones y decisiones vergonzantes con las que entre libretos cómic se ha explotado al Hombre Araña, exceden mucho aquello que habitualmente criticamos en las bambalinas del cine.
Inevitablemente lo de Nolan tenía que pertenecer a otra liga, y muy pronto se confirmó que el realizador que se había sabido forjar una carrera a su medida, gustara, convenciera, fuera comprendida siempre o no, no iba a dejarse llevar como Raimi por el carrusel de las continuaciones y que no iba a ceder de la misma forma desatendiendo la opción de emplear el envase que sirve la industria para con él alzar la voz y exponer su visión (sea con pleno dominio de los elementos o no). Si el cine ha pasado a ser un ejercicio de mera reutilización constante de marcas, de seguidismo y saturación de nombres sin pudor, si no hay otra forma de despuntar como autor que domando a la bestia y dirigiendo su descomunal poder de convocatoria a modo de altavoz para decir unas pocas palabras propias, él, que ya había desmenuzado hasta el último de los detalles cualquier aspecto del cine en cintas como Memento o Origen, debía canalizar su ambición para hacer lo propio con la herramienta que tenía entre manos.
De forma igualmente inevitable, La leyenda renace tiene sus propias lagunas. Sus golpes forzados de efecto, su limitación estructural. Injertos impostados, momentos de guión carentes de toda lógica cohesionada, aforismos salidos de tono, consejos repentinos que parecen más encaminados a tranquilizar a algún productor inquieto y metomentodo en el curso de un metraje que se escurre sin descanso, que no dispuestos para rematar una obra con el cuidado que merecía. Nolan tras la cámara parece dispuesto a emplear cualquier truco para domar a la audiencia y a comulgar con sus exigencias para evitar bostezos. Puede incluso que con excesivo desdén consciente del fin de ciclo. En un curioso paralelismo, su actitud le acerca a esos personajes de Gotham que también emplean cualquier recurso a su alcance para ordenar a su juicio la vida de sus habitantes, sea combatiendo el crimen, pretendiendo aniquilar a una ciudad sin arreglo.
Así, si estas son las posibilidades que da la industria a día de hoy, si uno quiere hacer válida esa máxima que hemos defendido en muchas ocasiones de que el poder de la cultura pop como sistema para dirigir una comunicación es privilegiado si se manejan adecuadamente sus resortes (sean estos más o menos limitados), nada mejor que la obra que nos ocupa para rematar una trilogía que con algunas cualidades insólitas se convierte en acreedora del potencial del cine de ficción para seguir diciendo cosas en los próximos años.
El logro en cuestión ya lo había rubricado anteriormente El Caballero Oscuro, capaz de abrir los ojos a productores e inversores sobre las posibilidades de no tratar a los espectadores como mero ganado que acredita tal condición regularmente por sus decisiones de consumo (por más que los productos diseñados con esos patrones demuestren generalmente mayor eficacia que los que creen poder revelar grandes verdades). La seriedad de su discurso, el calado de la lucha frente al terrorismo en su vertiente más cruda que pone a prueba convicciones para enfrentar caos y sistema, tenían un poso tan jugoso como por otro lado resultaba útil el efectismo simple de los golpes y gadgets, forma de contentar a una parte importante del público que poco más puede pedir, y de la que poco más cabe esperar. Lo decimos de nuevo: si una película con rasgos populares logra entretener, recuperar inversión y a partir de ahí elabora un mensaje, el éxito como obra es pleno. La impecable realización que hacía verosímil lo inverosímil, la disposición de un conjunto de figuras representando todas las posiciones del orden y la destrucción, daba un paso más allá a la hora de continuar lo que con Batman Begins estaba más ligado al entretenimiento y al espectáculo que al mensaje.
Esto nos lleva a la evolución que Batman como saga ha consumado ahora. Su forma de envejecer ha sido permeable a un exterior que convierte aquella trama inicial de Batman Begins sobre una fuerza revolucionaria más peligrosa que el mal corrupto que aspiraba a convertir, en una revisión tenebrosa y fría en tiempos en que la corrupción nos ha robado cualquier hálito de esperanza, en que los males del exterior se han vuelto tan densos que hasta pacíficos ciudadanos ayer equilibrados, reclaman hoy guillotinas. El articulado de esa revolución en un escenario de ficción filmado con asombrosa tristeza, materializa mucho de lo que flota en el ambiente; su representación en figuras exageradas de comportamientos tanto más temibles fuera de la sala, es un ejercicio de dignidad para una forma de ocio que demuestra que el cine sí puede tener sentido como industria ávida de grandes presupuestos y recaudaciones, con su estructura despiadada y su avalancha de estrenos incesante, todo si cada cierto tiempo puede financiar obras de esta magnitud.
Puede que en la necia forma de entender las revoluciones por parte de aquellos que siempre son de una forma u otra cómplices de los problemas creados por más que con histeria los critiquen, se aspire a seguir golpeando a esta industria, a desangrarla en forma del saqueo reclamando supuestas formas de rentabilización revolucionaras de la misma manera que hay quien cree que finiquitando la estructura económica que se tambalea a nuestro alrededor, podremos sobrevivir a sus escombros o alimentarnos en sus despojos. Son esos visionarios que en su supuesta inteligencia no dudan de que la vía para enmendar una realidad inmodeable es a golpe de pólvora en cine de centro comercial. Son, en todo caso, distintas formas de errar de quienes incapaces de apreciar mensajes mejor limitan su discurso a 140 caracteres que tanto dan si son propios o un retweet de un copia y pega ajeno, que maniqueo o sofista, les resulta formalmente correcto. La Leyenda Renace, por encima de las críticas obvias, es una nueva demostración de que no todos son necios dando palos de ciego en busca de un grial, de que no todas las superproducciones quedan presas de sus defectos impuestos. De que, molesto que resulte, quienes están dotados del talento son una exigua minoría que cuestiona la esencia de algunas de nuestras más sagradas convicciones pero que precisa al sistema, por evidente que sea la necesidad de mejorarlo. Esperemos que sigan manifestándose y abriéndose paso por encima de la ruidosa y terca mayoría que a menudo ahoga o inutiliza esos mensajes.