Los detractores de la mercadotecnia en el cine norteamericano frecuentemente demonizan sus criterios de producción demasiado próximos a un ejercicio contable. Se suma lo que suele generar en taquilla de media un actor, director y guionista, se obtiene una financiación porcentualmente menor para asegurar margen, y dividiéndola en costes de producción y marketing en una proporción dependiente de la calidad final del producto, se recupera la inversión y se generan copiosos beneficios.
La estrategia puede ser fría y desalentadora para lo que se supone un producto de base creativa, pero en ocasiones uno se pregunta a escalas más pequeñas en que piensan los productores españoles dentro de una industria que a menudo ni parece ponerse de acuerdo consigo misma para serlo. Porque es fácil sospechar que en algunos planes ambientados con esencia de dignidad superior hay elementos cuestionables: un interés secundario por alcanzar la rentabilidad desde el público, una vocación primordial por hacerlo atacando al núcleo duro del botín de las subvenciones, y el ánimo jactancioso y arrogante de aprovechar el proceso para cargarse de medallas que ellos mismos se sirven.
Salvador Puig Antich, en pleno proceso de recuperación política de la memoria histórica, tiene el acierto indudable de la oportunidad. Al menos para alcanzar un sector del público. Porque si bien para algunos será fácil reconocer a un héroe o un mártir, a un símbolo que colocar como remate ornamental de alguna bandera y a un argumento más para una narración de reproches tan larga como la letanía rival, esta última tendrá en el otro bando sus propias respuesta y convicciones.
El pasado año Munich, dirigida por un judío de éxito como Steven Spielberg se proponía desmenuzar los atentados de los juegos olímpicos de la ciudad que le daba nombre. Su ánimo de humanizar y sondear a ambos bandos, de tratar de liberarse de las fáciles pasiones entregadas por pertenecer a uno de los frentes, no le impidió recibir críticas y reabrir de nuevo el recuento y balance de sangre. Quienes más duro le golpearon, los suyos. Ni siendo tendencioso ni equidistante hay posibilidad alguna de poner paños calientes.
Salvador, dirigida por Manuel Huerga (Velvetina, Antártida) basándose en un guión escrito por Lluis Arcarazo (habitual del culebrón formato TV3: El Cor de la ciutat, Secrets de Familia...) y que a su vez adapta al libro de Francesc Escribano, logra por varios largos tramos una aceptable dignidad higiénica en su exposición. Puede que subraye subrepticiamente entre los enemigos a nombres reconocibles del bando político rival vigente estos días (Fraga y Pio Cabanillas), se permite extrañas introducciones y títulos de crédito con fundidos que es mejor no cuestionar (y en donde tan pronto se mezclan las torres gemelas como el 11-M en una paranoica o generosa reflexión sobre la violencia), pero sólo son deslices y cuestionarlos sería reprochable. Y sería reprochable porque partiendo de la base de que no aprovechar cada línea de este texto para la fácil valentía de la condena de tiempos pasados o para una declaración directa a favor del ajusticiado es identificable como un motivo de evidente vinculación con el antiguo régimen, con los asesinos de Lorca, con los opresores del pueblo, con el coco, con el hombre del saco, con Gargamel y la estrafalaria bruja avería, se impone dejar clara para tranquilidad del personal la afirmación necesaria: el ensañamiento del reo en manos de la dictadura fue inhumano, su función ejemplificadora, triste e injusta.
A respirar.
El debate político, el de la naturaleza de la pena de muerte y otros tantos aspectos tradicionalmente irresolutos pero de claridad absoluta para el visionario lenguaraz, no compete en realidad en estas líneas. Sí lo hace el estrictamente cinéfilo, donde una justa dignidad en lo estético cuyos coqueteos con la vulgaridad repercuten en lograr el aspecto apropiado, cumplen por encima de los mínimos. El tiempo se aguanta durante la larga narración y la inmensa mayoría del casting funciona de acuerdo a su cometido.
En el aspecto de coherencia argumental, los que tradicionalmente habrían sido ‘los malos’ (atracan bancos, enfundan armas, disparan a quienes tratan de impedirlo) son los buenos porque en su ideario estaba la lucha contra el estado opresor, aun cuando probablemente no los juzgaría igual quien colateralmente se encontrase víctima de su violenta salvación. Incluso en caso de ser igual de detractor del régimen que ellos.
En un sentido contrario, los policías no son si no el reflejo mismo del mal, entre diabólico y desdeñable (acento charnego de por medio para caricaturizar a alguno) como consecuencia esencial del reflejo del poder que representan. Cabe suponer que una policía preñada de arrogancia dictatorial no sería muy diferente, pero quizá quepa suponer, en un alarde de provocador sentido común, que a alguien dentro del cuerpo en aquellos tiempos sí le preocupara algún valor en su fuero interno. En ese sentido, si Salvador hubiese sido escrita y dirigida por un verdadero diseccionador de emociones complejas como Paul Haggis (Crash, guión de Million Dollar Baby), se habría asomado a las contradicciones, a la bondad y maldad en sus distintos grados y a los roles adquiridos por las circunstancias de una forma más honesta y más sutil. Aquí cuando se trata de crear un policía humano bajo el rostro de Sbaraglia, la transmutación se sitúa entre lo caricaturesco y pueril, casi el producto de una revelación mágica o religiosa: “Era muy malo; Salvador, como el hijo del todopoderoso, lo ha iluminado, ahora es puro y es uno de los nuestros. Ahora podría quemar cajeros.”
En lo sentimental es a menudo tan simple como en sus juicios, maniqueo y rudimentario a la hora de levantar la superficie, dejando que escenas representativas (Sbaraglia impidiendo a los familiares de Salvador expresarse en su lengua -¿cosas del pasado?; amigas de la hermana recordando que no debe ser muy inocente si roba bancos a mano armada) se le escapen vivas y no sean cazadas en toda su importancia más que por aquellos dispuestos a no entregarse fácilmente a los productos de consumo propio.
No obstante, es cierto que con parte del graderío indignado por el crimen a uno de los suyos (aunque algunos hasta hace poco no lo conocieran y no hubieran nacido en la dictadura que sufren de forma psicosomática), y con otro fastidiado por que la visión parcial del momento ya no les beneficia como antaño, difícil será que los juicios lleguen a un lugar novedoso. Quedará el consuelo de que se alcance uno beneficioso, y más allá de subvenciones en esta ocasión se podría lograr.