¿Creemos todavía en el poder revulsivo de la ficción y en la posibilidad de ampliar su campo de batalla con entrega y respeto? Nuestra película es "El legado de Bourne".
El pasado 5 de mayo, el diario El País publicaba un artículo que, bajo el expresivo título Siempre con la misma canción, certificaba con argumentos científicos que “la música pop es cada vez más uniforme […] el riesgo se comporta en la música como una especie en vías de extinción […] el pop ha entrado en bucle en su obsesión por el pasado”.
No hace falta correr mucho para extrapolar estas afirmaciones al cine comercial, que, solo en las últimas semanas, nos está ofreciendo reboots de Spider-Man, Alien o el que nos ocupa, la trilogía Bourne. Si aceptamos la tendencia, queda que cada cual escoja qué estrategias con las que el producto resuelve la misma le son más afines: ¿Nos apetece una película con novedades cosméticas y atractivo coyuntural? The Amazing Spider-Man. ¿Preferimos la revisión a fondo de una franquicia, aunque sea con el rigor que podría aplicar a ello un niño de tres años? Prometheus. ¿Creemos todavía en el material de origen y en la posibilidad de expandirlo con esfuerzo y respeto? Nuestra película es El legado de Bourne.
No por nada Tony Gilroy, su escritor y director, estuvo plenamente implicado como guionista en El caso Bourne (2002), El mito de Bourne (2004) y El ultimátum de Bourne (2007). Se aprecia nada más comenzar El legado de Bourne que Gilroy sabe lo que hace con la historia, sabe por qué territorios inéditos quiere llevarla, y que va a tratar de apañárselas para contentar tanto a los nostálgicos del agente amnésico que encarnaba Matt Damon como a quienes están dispuestos a darle una oportunidad al nuevo superhombre de la CIA que entra en escena, Aaron Cross (Jeremy Renner), obligado a luchar también incesantemente por su vida cuando la Agencia Central de Inteligencia, desbordada por los sucesos narrados en El ultimátum de Bourne, decide desmantelar por las bravas todas sus operaciones encubiertas.
Lo logra. El legado de Bourne es densa, concienzuda, ambiciosa. La acción es puntual. El talento audiovisual de Paul Greengrass (polémico realizador de la segunda y la tercera entrega de la franquicia) brilla por su ausencia. Lo que le interesa a Gilroy es ampliar el campo de batalla moral, mostrarnos críticamente como ya hiciese en Michael Clayton (2007) y Duplicity (2009) los engranajes de un mundo cuya corrupción va mucho más allá de las agencias de seguridad, de un caso concreto. La podredumbre abarca a técnicos, empresas, corporaciones... a toda una sociedad que ha abdicado de su responsabilidad en el rumbo cataclísmico de las cosas.
Si la mejor arma de Jason Bourne era la desprogramación, haberlo olvidado todo, Aaron Cross por el contrario no quiere renunciar al conocimiento. Quiere aprovechar los casi superpoderes que le han sido concedidos para deconstruir el sistema. No es casual que al menos dos personajes de El legado de Bourne confiesen que preferían no pensar, que no habían pensado en nada de lo que hacían, que consideraban el pensar una desventaja a la hora de sobrevivir… Aaron les demostrará lo contrario.
El carisma de Renner y Rachel Weisz (como una científica que secunda a Cross en su aventura) y el montaje de John Gilroy (hermano pequeño de Tony) contribuyen a que El legado de Bourne sea una reinterpretación más que correcta de la trilogía previa desde el punto de vista del espectáculo. Pero, como ocurrió el año pasado con El origen del planeta de los simios, las mayores virtudes de esta película no residen en su más o menos modesto empaque, sino en lo que le pide al espectador. Ni más ni menos que lo que se pone sobre la mesa en la ficción: pensar.