Jean Marc-Vallée demuestra el ingenio de un maestro que sabe perfectamente crear un mundo surreal lleno de plasticidad.
C.R.A.Z.Y. fue su carta de presentación al mundo entero, siendo después La reina Victoria su apuesta de gran presupuesto para el gran público. Ahora, Jean Marc-Vallée se embarca en una especie de viaje alucinógeno sobre las incógnitas de la vida con Café de Flore, un lugar parisino que aquí parece interpretarse como un estado de la mente que logra que el amor no tenga barreras. Toda una sugerente premisa para este nuevo trabajo del realizador con el que cuenta, además, con dos eficaces interpretaciones de esas que comandan al resto de actores.
Vanessa Paradis y Kevin Parent interpretan respectivamente a Jacqueline y Antoine. Ellos son los ejes sobre los que pivotan los demás personajes aunque vivan en contextos espacio temporales diferentes. La primera, aquí afeadísima aunque certera, vive un amor obsesivo hacia su hijo Laurent, discapacitado desde su nacimiento, en el París de 1969. El segundo interpreta a un hombre que vive actualmente en Montreal, cuya existencia parece perfecta pero se enfrenta al amor igualmente obsesivo de las dos mujeres principales de su vida.
Ambos personajes están extraña y profundamente vinculados por más que hasta pasada la primera mitad del filme, el espectador se verá incapaz de empezar a hacer deducciones que no resulten descabelladas, aunque al final lo acaben siendo. Y es que Café de Flore propone una visión cósmica de la vida en la que las emociones y el espíritu no conocen límites físicos y se dejan envolver por música de Sigur Ros, Pink Floyd, The Cure o Matthew Herbert, y se dejan retratar en imágenes poderosas que ensalzan esa capacidad de trascendencia del plano visible.
En este sentido, Jean Marc-Vallée demuestra el ingenio de un maestro que sabe perfectamente crear un mundo surreal lleno de plasticidad, instantáneas que parecen tomadas con una Polaroid, líneas narrativas sabiamente escrita y caracteres sustanciales. El mayor problema de la cinta viene de la conjugación de ambas historias, pues aquí, Vallée ha querido plasmar dos fábulas que bien funcionarían a la perfección de forma autónoma sin tener que recurrir la una a la otra, aunque también es cierto que, de este modo, logra introducir el suspense hasta los últimos tramos de la pieza.
Café de flore se revela, finalmente, como una extraña odisea de personajes, vidas pasadas y reencarnaciones que utiliza un new age de libro de bolsillo para despejar todas las incógnitas abiertas durante su metraje. Todo queda muy cool y estilísticamente muy moderno, e incluso pasado de vueltas en algunos pasajes, aunque el viaje que propone también es un bello poema visual dedicado al amor infinito y a las segundas posibilidades que, desde luego, logra cierto grado de conmoción en su recorrido laberíntico, un recorrido que merece la pena andar.