Adaptación pacata y superficial de la novela de Süskind, que sale a flote por algún acierto visual aislado y por el esmero en sus aspectos técnicos
Resulta tentador imaginar un paralelismo entre la trayectoria del escritor Patrick Süskind y la de su célebre personaje, el Jean-Baptiste Grenouille de El Perfume (1985). Süskind, cuya obra se centró generalmente en el tema de la alienación personal, pudo haber compartido al vender doce millones de ejemplares de su libro la insatisfacción y el desaliento que corroyeron a Grenouille cuando descubrió en la ficción la inutilidad esencial de sus triunfales desvelos artísticos y criminales. En cualquier caso, lo cierto es que el autor alemán también se desvaneció en su mayor momento de gloria, legando a las librerías uno de los últimos best-sellers dignos que ha inundado sus estantes; una novela muy calculada pero innegablemente original, de la que se ha escrito largo y tendido gracias a la riqueza de sus comentarios en torno al ser humano, a los mecanismos de las relaciones sociales, y a las paradojas de la modernidad.
Es difícil, en cambio, explayarse a propósito de su adaptación cinematográfica. Los veinte años transcurridos desde la publicación de una novela tan golosa sin la película correspondiente dan una idea del riesgo que traía aparejado la traslación a imágenes de un escrito con el olfato como articulador de su intriga. Finalmente, en régimen de co-producción franco-hispano-alemana, con un reparto anglosajón, y bajo la batuta del realizador Tom Tykwer, el proyecto ha salido adelante.
Tykwer acaba de superar la barrera de los cuarenta años, y largometrajes como Corre, Lola, Corre (1998), La Princesa y el Guerrero (2000) o Heaven (2002) le han situado en primera línea del cine alemán. Sus modos visuales son ansiosos y enfáticos, y no le importa pecar de pretencioso en lo referido a las historias que aborda. Sus excesos, sin embargo, aunque aporten cierta intensidad a las narraciones, no suelen trascender una efectividad superficial. Se trata de uno de esos directores con un pie en la taquilla y otro en las entregas de premios, sin que en el fondo esté claro cuál es el sentido real de su contribución al cine.
Estos rasgos de estilo convierten El Perfume en una experiencia tan acertada en su literalidad respecto a la novela como impotente en lo que toca a las emociones o las reflexiones que pueda incitar en el espectador. Con la ayuda en los primeros minutos de una voz en off que delata la incapacidad para introducirnos en la acción de una manera más creativa, asistimos al nacimiento de Grenouille en el París de 1744, al descubrimiento de su portentosa capacidad olfativa, y al desarrollo de sus aberrantes ambiciones, que le conducirán sucesivamente a aprender la alquimia de la creación de perfumes y al crimen.
No falta nada, salvo lo más importante: la necesidad de lo filmado. Los atrevimientos formales de Tykwer no van, por desgracia, más allá de un par de travellings frenéticos e imposibles y del recurso tímido, decreciente a lo largo del metraje, a recreaciones infográficas que sirven al propósito paradójico de llevarnos donde no llega el ojo, sino la nariz. Por lo demás El Perfume se deja ver con interés –faltaría más, considerando la novela de que parte-, sobre todo en lo que atañe a las andanzas de Grenouille como serial killer. Ofrece planos bellísimos de la capital francesa en el XVIII. Y está interpretada con aterradora convicción por el británico Ben Whishaw en el papel principal.
El resto conforma ese tipo de película aburguesada, de prestigio, contada funcionalmente, con posibles nominaciones a los Oscar en los apartados técnicos, y carnaza de suplementos dominicales y de un público presuntamente cultivado. Otra de las muchas películas apadrinadas por el productor y guionista Bernd Eichinger (El Hundimiento, El Nombre de la Rosa) cuya fragancia no calará en las páginas de futuras historias del cine.