Si cinematografías como la italiana o la francesa han abordado sin miedo y con una cierta regularidad la recreación de los períodos medievales de su historia, era extraño que en nuestro país no aprovecháramos la suculenta historia de Los Borgia para crear un producto exportable (se dice que Neil Jordan había acariciado la idea pero finalmente acabó desestimándola). Pues bien, finalmente es Antonio Hernández (En la ciudad sin límites, Oculto) el encargado de firmar la cinta resultante, después de que el primer candidato a director enfermase y se produjera su relevo. Lo cierto es que no ha resultado ser una mala elección.
Al principio de la película el espectador se halla en estado de alarma constante, intentando discernir si estamos ante lo que podía haber sido una miniserie para la televisión o si por el contrario la factura técnica tiene la entidad suficiente como para poder competir con otras como las de los países ya mencionados. Las paladas de cal y arena van sucediéndose durante la primera media hora, pero lo cierto es que superado el tramo inicial Los Borgia consigue disimular sus carencias y defectos, ofreciéndonos un recorrido por la época de la turbia familia valenciana donde los hechos se relatan de forma correcta pero harto desapasionada, desaprovechando además la ocasión para remitirnos al presente a la vez que nos habla de hechos históricos (virtud que poseen otras producciones del mismo género).
Avanza la proyección y no cuesta mucho aplaudir el encomiable aprovechamiento del escaso presupuesto (diez míseros millones de euros), supliendo con imaginación situaciones donde hay que escenificar épicas batallas con apenas cuatro o cinco caballos y agradeciendo, eso sí, haber podido rodar en los palacios y castillos donde tuvieron lugar los hechos narrados. El vestuario también salva la siempre difícil papeleta, y la fotografía y la música cumplen sin estridencias.
En la parte negativa nos quedamos con los diálogos, insípidos y sin momentos de brillantez. Además, en su mayoría los actores los recitan como si se tratara de un mero trámite (sólo el excelente Lluis Homar parece creerse las frases que salen de su boca), restando puntos extra la inexpresividad de Sergio Peris-Mencheta, lo mal que hace de borracho Eloy Azorín o el puñado de actores cuyas voces han sido dobladas de forma poco acertada. La mezcla de rostros eminentemente televisivos con otros como Eusebio Poncela o Paz Vega no acaba de cuajar del todo, y lo mismo le pasa a toda la película, donde la dignidad en la narración tiene que luchar constantemente contra un aire poco cinematográfico que le resta puntos a lo que podría haber sido una cinta mucho más lograda.
Las dos horas y media de duración tampoco ayudan a hacer más llevadero el conjunto, pero en su descargo hay que asegurar que podía haber sido mucho peor.