Absorbente intriga coral con logradas explosiones de tensión y violencia, y acertado retrato satírico de los Estados Unidos a principios del siglo XXI.
O (Blake Lively), una niñata, es uno de los vértices de un triángulo sentimental que completan Chon (Taylor Kitsch), un ex-miembro de los Navy SEALs, y Ben (Aaron Taylor-Johnson), un botánico comprometido con todo tipo de causas sociales. La chica y ambos jóvenes viven sin inhibiciones una existencia de ensueño en California gracias al cultivo de una marihuana excelente. Pero un cartel de la droga mexicano ambiciona su lucrativo negocio como forma de infiltrarse en Estados Unidos. Cuando Ben y Chon se niegan a trabajar para ellos, secuestran a O.
Se ha dicho de Salvajes que constituye el regreso del guionista y director Oliver Stone al estado creativo arrebatador que caracterizó su época de mayor repercusión mediática, la de Nacido el 4 de julio (1989), JFK (1991), Asesinos natos (1994) y Giro al infierno (1997). Es discutible. Cierto que, en Salvajes, Stone vuelve a permitirse el tipo de florituras con el montaje y la luz que le caracterizaron antaño. Aunque, como sucedía en las recientes Alejandro Magno (2004) o Wall Street 2: El dinero nunca duerme (2010), tales florituras ya no constituyan tanto una manera de aportar una voz dialéctica, subjetiva, a historias encuadradas en registros muy codificados, como rasgos meramente estilísticos, algo formulaicos, ilustrativos.
Quiere esto decir que Salvajes es un film inteligente, adulto, con un magnífico trabajo de edición y fotografía; una absorbente intriga coral con explosiones de tensión y violencia logradas, así como un acertado panorama satírico de los Estados Unidos actuales. Pero esas cualidades ya se hallaban en la novela homónima de Don Winslow, que no solo inspira Salvajes, sino que se desarrolló al tiempo que esta. Stone, en connivencia con el propio escritor y el co-guionista Shane Salerno, firma por tanto lo que no debería considerarse una adaptación de la novela sino un segundo borrador del texto, condensado en algunos aspectos y mejorado en otros.
Entre ellos, un desenlace doble que ha causado la indignación de muchos pero en el que reside el valor de la película. No es casualidad que O se llame en realidad Ofelia, en referencia al torturado personaje de Shakespeare; ni que sea su voz en off la que conforme la narración; ni que en sus primeros minutos nos cuente que “cuando acabe esta historia podría descubrirse que estoy muerta” y en los últimos que “no importa el relato que deseemos inventar sobre nuestra vida, sucederá lo que haya de suceder”. O y, por extensión, Salvajes, nos hablan desde una disipación moral absoluta, la negativa a clausurarse de acuerdo a los cánones catárticos de la tragedia, una autoconciencia de su naturaleza como ficciones que incluye su impotencia y hasta su desgana por resolver las preguntas del espectador.
Quien conozca bien la filmografía de Stone puede llegar incluso a la conclusión de que Salvajes supone una apostilla tardía, ligera, al grueso de sus películas; un ensayo de ficción que repasa todos y cada uno de los temas caros al director (las dualidades entre guerra y paz existencial, entre la “pesadilla de aire acondicionado” norteamericana y el ensueño cultural de un Sur libertario y sin riendas, entre los ideales individuales y colectivos y la cruda realidad sociopolítica, sobre las dificultades en los afectos filiales y amorosos) con un talante más bonancible y descreído que anteriormente.
“Cuando llegue mi hora, moriré como un hombre experimentado”, ha manifestado Stone en una de las muchas entrevistas que ha concedido para promocionar Salvajes. Esta su última película hace gala de un relativismo que nos hace pensar avanza en el camino deseado, aun a costa de poner en solfa lo que fue como cineasta en sus mejores momentos.