La pose voluntariosa de Cage y su capacidad para involucrarse en cualquier trama, sirven para conectar con el público a la hora de captar incoherencias.
"Intento entenderlo, en serio" le dice un descolocado Nicolas Cage a una bella y enigmática Keate Beahan. Se encuentran en Summerisle, una isla perdida en la costa de Washington poblada por una extraña comunidad tan alejada del progreso como los Amish, pero incluso más excéntrica. La pregunta de Cage, con sus dotes gesticuladoras, cobra un especial sentido puesto que nada de lo que sucede allí tiene un ápice de coherencia. La mujer con la que tuvo una relación hace una década para súbitamente desaparecer, le reclama ahora para buscar a una hija cuya existencia ignora el resto de la comunidad, y ella –que cabe intuir tiene en su portentoso físico la razón para que este mueva un dedo– pone más bien poco de su parte: sus explicaciones están en el confuso terreno que separa lo ambiguo y hueco del diagnóstico claro de retraso mental.
The Wicker Man (El hombre de mimbre), de Neil LaBute, es una nueva práctica de remake dirigida a actualizar la versión de 1973 de Robin Hardi, basada en un libro de Anthony Shaffer que él mismo adaptó a guión. Como en la mayoría de actualizaciones (contadas excepciones, como la revisión de una de las pocas mediocridades de Hitchcock como es su Crimen Perfecto) el resultado no ha dejado contento a ninguno de los seguidores de la versión original, considerada de culto por varios cinéfilos que inevitablemente han cargado contra ella indiscriminadamente.
Lo cierto es que el relato de Wickerman tiene a día de hoy -remakes aparte- las novedades justas. La cerrazón del pueblo perdido, su defensa de las extrañas costumbres, la evidencia de lo grotesco de sus tradiciones (que debería servir a muchos para hacer analogías con sus propios comportamientos folklórico-festivos), etcétera, todo es un ‘ya visto’ demasiadas veces pronunciado. Pero de la misma forma que el rostro desencajado de Cage, su pose voluntariosa y su capacidad para involucrarse en cualquier trama sirven para conectar con el público a la hora de captar incoherencias insalvables, su personaje y su causa investigadora -que tiene algo de aventura gráfica de videojuego, rastreando el paraje a la caza de la pista- hace que el resto de virtudes salgan a flote si uno quiere/puede participar en su misión. Tics de sueños efectistas, desenlaces con recorte, y elementos básicos para crear aislamiento (la cobertura en el móvil es el enemigo principal del cine de suspense) pueden pese a su insultante presencia dar paso a una ligera muestra de entretenimiento rejuvenecido que crea suspense a la luz del día sin sacar a relucir a monstruos de pesadilla. La suplencia de Christopher Lee por Ellen Burstyn (El Exorcista) para presentar como novedad argumental a una sociedad matriarcal no será suficiente aliciente para los puristas, la capacidad de Cage para aguantar entre paseos por la isla un guión que en demasiados momentos suple la oquedad con su sola perturbación quizá evidencia la dependencia de un producto cojo en lo restante. Aunque el tramo final y la anunciada tensión sorpresiva opta por un giro más atrevido de lo previsible que deja regusto (amargo) cuando parecía que iba a diluirse.