Bigas Luna ha vuelto a dejarse llevar por su incontenible y, para algunos, temible sentido creador y ha puesto en órbita un nuevo juguetito precedido por una insólita y efectiva campaña publicitaria, puesta a punto incluso antes del inicio del rodaje de su nueva película. Un juguete moldeado con ánimo provocador y con aires de grandeza, dispuesto a no pasar desapercibido en la abarrotada cartelera del centro comercial de turno. Durante el visionado de Yo soy la Juani, a uno le da la sensación de tener un joy-stick en las manos y estar inmerso, completamente alienado, ante la pantalla de un televisor o de un ordenador, absorbido por la pirotecnia visual y sonora de uno de los incontables videojuegos que circulan actualmente por el mercado. Porque la película parece estar concebida como tal: un eficaz, aunque discutible, aparato formal forrando sin lograr disimular un hilo argumental nimio y gastado, de escasa consistencia.
La Juani es una chica del extrarradio a la que le van los tíos (especialmente, su novio), el hip-hop, la ropa estrecha y diminuta y todo tipo de adornos para el cuerpo. Quiere ser la reina del tunning hasta que un día, harta de los problemas que la rodean, se marcha a Madrid a cumplir su verdadero sueño: ser actriz. Con semejante historia, a Bigas Luna no le quedaba otra que echar mano de fáciles y previsibles recursos para rellenar un muñeco que llevaba consigo todas las de perder. Así, el cineasta retoma su ridículo y aburrido sentido de la provocación llenando la pantalla no sólo de un erotismo facilón y pueril, sino también de una puesta en escena atronadora y efectista, más cercana a la narrativa videoclipera que a la cinematográfica. Consiguiendo con esto que el laureado análisis que del extrarradio y sus jóvenes que pretendía ser se quede en un ligero vistazo, en una ojeada rápida y superficial, quedando el conjunto en un gratuito cliché del todo previsible.
Con todo lo anterior, Yo soy la Juani resultaría un film deleznable, pero el cariño y el mimo con el que Bigas Luna ha modelado a su protagonista arroja un haz de luz luminoso sobre la película. La ternura con la que acompaña el devenir de su atribulada heroína, no exento de cierta ironía y socarronería, hacen inolvidable cada paso del personaje. Demuestra así, una vez más en su filmografía, que a él lo que realmente le interesa no es contar una historia cualquiera, sino acosar escrupulosamente el destino de su criatura: una mujer que es realmente una fiera de pura instintiva y una madeja emocional que al cineasta le gusta ir desentrañando, anulando al mismo tiempo todo lo que la rodea. En este caso, el contexto familiar de la protagonista apenas representa un detalle descriptivo. Por no hablar del personaje masculino principal, una mera marioneta que le hace a uno preguntarse cómo un muñeco de madera puede afectar tanto a una leona como la Juani.
Aquí sólo importa ella, la Juani, y la cinta es, sin lugar a dudas, el personaje al que pone rostro la joven Verónica Echegui con una rabia y una naturalidad envidiables para muchas actrices. Da ese extraño efecto que sólo sucede muy de vez en cuando, en el que el personaje se come de tal modo al intérprete que uno llega a plantearse si éste tendrá algún día la valía suficiente como para desvincularse del primero. Bigas Luna ha vuelto a apuntarse otro descubrimiento interpretativo y, seguro, otro tanto en la taquilla, pero su incapacidad (o su nulo interés) por dar forma a un discurso interesante por su contenido más que por su aspecto formal, nos hacen volver a invocar al director de Angustia (1987) y Bilbao (1978).