Blancanieves debe ser tomada no como una adaptación del famoso relato de los hermanos Grimm sino como una experimentación libre.
Pablo Berger y su Blancanieves patria han hecho correr ríos de tinta desde que empezó la rumorología sobre su rodaje, argumento y personajes. Primero, por tratarse de la tercera versión del cuento que se estrena en un mismo año y que varía ciertos cánones de la historia popular. Aquí, Maribel Verdú ejerce su propia variación de la que ya hemos podido apreciar en Julia Roberts o Charlize Theron. Por supuesto, las ideas de que la escasez de ideas había también alcanzado al cine español empezaron a circular con fuerza, lo que sorprendió sobremanera tratándose de un cineasta como Pablo Berger.
Después han venido, casi en seguidilla, las protestas antitaurinas hacia la cinta por considerar que en ella se ha producido el maltrato de varios bravos, la elección del filme para representar a España en los Oscar como Mejor película de habla no inglesa y, finalmente, la inevitable comparativa con la ganadora indiscutible de la estatuilla de la pasada edición, The artist, aunque Berger se haya apresurado en aclarar que él empezó a gestar este proyecto cinco años antes. Toda una retahíla de noticias que no harán más que alimentar el paso de Blancanieves por las taquillas, tanto las autóctonas como la del medio mundo que le queda por recorrer.
Pero, polémicas aparte, centrándonos en lo fílmico, Blancanieves es una muestra ejemplar de lo que puede dar de sí el nuevo cine español y de lo que queda por venir. Berger pertenece a una generación reciente de cineastas, junto con otros realizadores españoles como Nacho Vigalondo o Daniel Sánchez Arévalo, que no se contenta con coger y adaptar el cine de fórmula fácil sino que la toma para mezclarla a su antojo, un antojo artístico y muy sugerente que ha logrado, quizás, la película española más lograda de este año.
Blancanieves debe ser tomada no como una adaptación del famoso relato de los hermanos Grimm sino como una experimentación libre, muda y filmada en blanco y negro. Ambientada en la Andalucía de los años 20, el personaje de Blancanieves aquí no es una bella damisela ni una muchacha que parece sacada del Medioevo sino que es la primera mujer torera, acompañada por su cuadrilla de siete enanos que también se dedican a capear bovinos. La historia tendrá su acción gracias al concurso de la perversa madrastra, el apoderado de la protagonista y un conjunto de espléndidos personajes.
Dicho así, esta versión podría ser un auténtico disparate. Y lo es, lo que no quiere decir que sea algo necesariamente malo sino más bien todo lo contrario. En su ajustada duración, su composición de la historia y la belleza visual de sus encuadres, Blancanieves destila arte por sus cuatro costados vertiendo una muy eficaz y entretenidísima mezcla de humor negro, crónica ácida y fábula terrorífica, que, además, toma referencias cinematográficas de la escuela estilística del Expresionismo alemán.
Maribel Verdú, Macarena García, Sofía Oria y Josep María Pou son los otros vértices -excelentes, todos ellos- de este ejercicio poliédrico que intenta recuperar el espíritu de un cine del pasado aunque utilice, por otro lado, todas las últimas tecnologías para la plasmación de su universo. Berger ha unido pasado, presente y futuro con esta propuesta, y decimos futuro porque el de nuestro cine debería aprender de esto que podemos ver aquí para poder producir nuevas y fascinantes aventuras que se alejan de las convenciones.