Vacaciones en el infierno es la película que debían a aspirar a realizar directores como Quentin Tarantino o Robert Rodriguez.
Lo definía a la perfección la crítica de Diego Salgado de Valkiria, a propósito de otro fenómeno venido a menos como es Tom Cruise: el atractivo y rentabilidad de una estrella crece con su exposición personal, pero esta puede volverse igualmente en contra a la primera de cambio. La confusión a la hora de establecer barreras entre actor y personaje lleva a malentendidos irritantes, en que tan pronto las opiniones políticas de estos parecen merecer más repercusión por los grandes diálogos pronunciados en su labor de interpretación, como hay que arrinconarlos si el éxito se les atraganta y se comportan como miserables humanos, convirtiendo su presencia en un lastre para los departamentos de marketing.
Habida cuenta de que a la hora de dar forma una producción la elección de estrellas mediáticas es uno de los elementos más determinantes para sacar adelante un proyecto, considerando igualmente el desproporcionado provecho económico que obtienen quienes de manera más o menos efímera alcanzan los puestos más altos del podio, puede parecer razonable que con la imagen dañada deban padecer el lado oscuro de la industria. Ahora bien, no puede resultar más ridículo a la hora de atender a una proyección, de entregarse a una historia de pura ficción, que el papel desempeñado en la vida real se confunda con el del argumento de una película, como sería ridículo que el espectador fuera incapaz de desvincular a un actor de determinados papeles previos si su labor es medianamente digna (aquello que se viene a llamar encasillamiento).
Todo esto porque Mel Gibson protagoniza una de esas cintas de acción que solo puede obtener una recomendación rotunda para todo aquel que quiera pasar una tarde entregado al género sin avergonzarse por ello. Una que podemos afirmar sin tapujos que sería la película a la que debían a aspirar a realizar directores como Quentin Tarantino o Robert Rodriguez, si su mal gusto no les hiciese revolcarse en el condimento hortera con excesiva frecuencia, si no acudieran al socorro de todos y cada uno de los excesos para ocultar sus cada vez mayores carencias. Porque en los parámetros de estos últimos, la primera película dirigida y coescrita (otro de los que participan en el libreto es el propio Gibson) por un experimentado director de segundas unidades de rodaje como es Adrian Grunberg, resulta un pasatiempo perfectamente equilibrado, en que lo chocante, lo humorístico e incluso lo que fácilmente podría ser extremo, aparece en sus justas dosis como para que ninguna escena se convierta en insoportable o agotadora, como para que todo fluya con el suficiente pulso de manera que nadie se distraiga ni haya que acudir a escenas chirriantes para reclamar su atención.
Puede que los despropósitos biográficos de los últimos años de Gibson no sean como para sentir una gran simpatía para el tipo de carne y hueso cuyo guión se ha torcido fuera del proyector. En la piel de un experimentado ladrón que acaba en una cárcel mexicana que resulta ser un singular mundo propio, desenvolviéndose para sobrevivir y medrar, revela que puede seguir siendo útil en su oficio, y que si los últimos acontecimientos de su vida le han forzado a producciones menos megalomaniacas y ahí es capaz de invertir su experiencia y cualidades, la pérdida podría no ser absoluta. Entretanto, estas Vacaciones en el infierno son una referencia en el reciente cine de acción, por más que eso no sea decir demasiado.