Una entrega en cuyos primeros minutos ha vuelto a presentar a un Bond de goma.
Las aventuras de 007 estaban entre la espada y la pared: limitadas por unos rasgos definitorios que tuvieron sentido décadas atrás (cuando todavía podían causar algún tipo de fascinación los gadgets y las señoritas modélicas), acosadas y superadas por una competencia que con marcas como Mission: Impossible superaban sus estructuras cada vez más rudimentarias. La elección de un Bond atípico como Daniel Craig y confiar Casino Royale al guionista del momento como fue Paul Haggis (experimentado en sacar dignidad entre los resortes más mecánicos de la industria) se saldó con lo que aparentaba ser un punto de inflexión para dar al agente británico todo lo que necesitaba: ritmo, humanidad, interés a lo largo de todo su metraje.
Qué decir de Skyfall, una entrega en cuyos primeros minutos ha vuelto a presentar a un Bond de goma, que tan pronto se da de bruces contra un tren en movimiento tras caer desde un puente, como es abatido por su propio equipo y lo celebra en un exilio a base de cocktails y fiesta modulada por su rostro apático (reflejo de su supuesto infierno interior). Básicamente, que esa va a ser la tónica general: llegado un punto, la trama podrá atropellar a secundarios destacados o a recién invitados, la indiferencia será igual de acusada que la que crea un villano de poderes indefinidos que tira con desgana de las posibilidades que ofrece Javier Bardem para moldear malvados repugnantes, un némesis cuyas supuestas habilidades se mueven entre la sonrojante ignorancia informática de sus guionistas, y los problemas para dar soluciones argumentales resueltos con saltos desde la realización.
No es de extrañar que en el equipo artístico de Skyfall conste Neal Purvis, un tipo habituado a escribir para algunas de las entregas más rudimentarias de Bond que no tuvo reparos en hacer lo propio para Johnny English. No en vano, con la parodia de Mr.Bean, las cosas no son ni mucho más dramáticas, ni mucho más cómicas. Cambiando a un intérprete por otro, podríamos concluir que las diferencias son relativas, que ambas son igual de fallidas a la hora de cumplir con sus propósitos, siendo los de la saga que nos ocupan cada vez más prescindibles.
Sam Mendes ofreciendo buenas localizaciones y planos de postal devuelven a la franquicia a su plano formato de anuncio de perfume. Una lástima, habida cuenta de que no hace demasiado tiempo parecía que James Bond podría experimentar algún tipo de recuperación para enfrentarse al paso del tiempo. Si la crítica parece celebrar un despropósito que ni tiene la dignidad de concluir superadas las dos horas (130 minutos), quizá es que a la postre, no hace falta nada más.