Una película con aires de obra maestra, pero estropeada por un guión superficial y una realización enfática
El 23 de febrero de 1945 Joe Rosenthal, fotógrafo de la Associated Press, inmortalizó cómo seis militares norteamericanos erigían la bandera de las barras y las estrellas sobre la cumbre del monte Suribachi, en la isla de Iwo Jima. La fotografía se convirtió en un símbolo del avance estadounidense en el Pacífico; de la futura derrota del ejército japonés; de un pronto final, por consiguiente, para la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, bajo la euforia y el patriotismo desatados en torno a la imagen latía la siempre incómoda realidad. Una realidad que trajo consigo la muerte de tres de aquellos soldados en los días siguientes al alzado de la bandera, pues la batalla en Iwo Jima no había hecho más que comenzar. Una realidad que implicó para los restantes volver precipitadamente a Estados Unidos y convertirse en carne de propaganda y venta de bonos en un país desalentado y en bancarrota. Una realidad que tardó años en ser desvelada por James Bradley, hijo de uno de aquellos combatientes, en un libro que fue todo un best-seller, y que ahora ha sido adaptado al cine por Paul Haggis (Million Dollar Baby, Crash) y William Broyles Jr. , con la producción de Steven Spielberg y la dirección de Clint Eastwood.
Se trata de un proyecto muy ambicioso, como indican los nombres citados, el tema y sus múltiples ramificaciones –aparte las citadas: el (sin)sentido último del combate, el racismo existente en Estados Unidos para con sus sacrificadas minorías étnicas, la necesidad social de imprimir la leyenda en vez de la realidad, la dificultad de sobrellevar la etiqueta de “héroe”-. Un proyecto que, en nuestra opinión, se salda con un aprobado justo debido a la mediocridad de su guión y, en menor medida, por una realización en exceso enfática.
En el primer aspecto, Haggis y Broyles Jr. se pierden entre flash-backs, personajes y situaciones. La alternancia de espacios y tiempos es confusa. Por otra parte, una vez establecidos en los primeros minutos los conflictos que plantea la película, no hay desarrollo ni profundización en ellos durante el resto del metraje, sino pura reiteración. Los caracteres son maniqueos, y no solo por la escasa entidad de los actores que los encarnan. Y las tremendas posibilidades de la historia no figuran sino apuntadas, a veces de manera tópica.
En cuanto a Eastwood, la tendencia manierista y grandilocuente que ya marcaba demasiado Mystic River y Million Dollar Baby se muestra en Banderas de nuestros padres paquidérmica, impotente para salvar los escollos del guión. En vez de aportar trascendencia a lo que cuenta, queda en evidencia. El tenebrismo fotográfico, las panorámicas solemnes y la música crepuscular no maquillan una estructura endeble dramática y analíticamente.
Sería exagerado tachar Banderas de nuestros padres de mala película. La producción es impecable, la inevitable escena de batalla pone los pelos de punta, y despuntan aquí y allá momentos para el recuerdo. Pero la obra maestra que pugna por materializarse en las imágenes del film no aparece por ninguna parte. Y como era eso a lo que se aspiraba, como eso es lo que lucha por desvelar cada plano, la sensación de obra malograda es inevitable.