Redescubrimiento interior en la campiña

La temática del reencuentro con las raíces tiene en el cine una procedencia mayoritariamente norteamericana. Obligados a formarse en universidades lejos de sus pequeños pueblos de origen, el éxito en sus vidas y carreras lleva aparejado el establecimiento en un gran ciudad, cada vez más distanciada del pueblo que les vio nacer. La necesidad repentina de la vuelta a casa (el cine nos dice que por una boda, el fallecimiento de un familiar injustamente olvidado, o cuando menos una enfermedad) da para volver con gesto arrogante y aires de sofisticación para terminar suavizándolo a medida que esos zafios iletrados revelan las bondades de su indomable corazón y la naturalidad redentora de los labradores de la tierra. Ahí es nada.

Un buen año, a pesar de su condición de producción norteamericana y seguir a la perfección el esquema básico expuesto, se ubica en Europa y se basa en un relato del escritor -y amigo personal de Ridley Scott- el británico Peter Mayle, quien ubica su argumento entre Londres y una bella campiña francesa. El baño europeo no cambia lo esencial de su identidad, un niño criado por su tío que viaja a Londres, se gana un sueldo trabajando de camarero y trepa hasta convertirse en el más despiadado tiburón del mercado bursátil. Y un día, su despreciado tío encarnado por Albert Finney (sacando todo su talento natural para ejercer de entrañable educador, véase Big Fish) fallece y hace que este, tentado por la venta de sus terrenos y viñedos, planee una rápida escapada para finiquitar una operación financiera de precisión quirúrgica y frialdad marca de la casa.

Cada uno de los pasos del argumento de esta adaptación llevada a texto por Mark Klein (guionista de la impronunciable Se-ren-di-pi-ty) demuestra que Scott está en horas bajas. Hace no demasiado tiempo ya forzó un cambio de estilo con Los Impostores y entonces sí logró una película digna de su trayectoria. Desde ese punto, un Reino de Los Cielos demasiado cerca del infierno y este camino a ninguna parte hacen plantearse en qué se basa para tomar las decisiones que toma. Lo primero en cuanto al casting, porque si en el Reino... Orlando Bloom quedaba expuesto como la inexpresiva marioneta comercial que siempre ha sido, en Un Buen Año Russel Crowe se revela como un irritante y clamoroso error que elude los más esenciales planteamientos que un casting debe tener en cuenta. Crowe, no es un actor camaleónico que posea los cuerpos de sus personajes para desaparecer como actor detrás de ellos. Lejos de eso, su físico le limita a un cierto tipo de frialdad, a la del rudo policía de LA Confidential, al vigoroso luchador de Gladiator, o incluso ejerciendo de tarado lúcido puede sobrellevar Una Mente Maravillosa. Pero de seductor histriónico, yuppie, o sarcástico sólo tiene la voluntad, una irritante afectación mal llevada y un contumaz ánimo por golpearse una y otra vez contra su propio físico de atractivo rupestre. El mismo personaje en manos de habituales del registro de la comedia romántica -como Hugh Grant- habría encontrado un hueco tanto cuando se exigía la insensibilidad del broker como cuando el corazón de una francesa le devolvía al rincón de los recuerdos vivos.

A pesar de esta torpeza en el casting, de los tramos de hipertrofia, de una previsibilidad anodina, Un buen año se permite dar con un par de logros de mediocridad relativa. Por un lado, con todo lo toscas y arquetípicas que son las inserciones del pasado del personaje y con Finney a medio gas logra dibujar un pasado que añorar. Por otro, a lo largo de sus dos horas deja un regusto y sopor en que los lentos días despreocupados de la campiña francesa calan lo justo como para que cualquiera quiera quedarse en un paraíso del que el guión tiene poca escapatoria y en el que por fortuna vale la pena quedarse. Logros en todo caso cuestionables para seguir dándole lustre a una firma que hace poco significaba mucho más en la dirección de una película.