Fantasía de época átona y mal escrita, a la que no logran dar lustre unos factores de producción y de reparto anecdóticos
Como muchos cinéfilos, el abajo firmante llevaba un tiempo preguntándose qué les da nuestro país a realizadores como Guillermo del Toro, Milos Forman o, próximamente, Woody Allen, para que se vengan por aquí a rodar. Es decir, más allá del talante de nuestras gentes, del clima y del jamón serrano.
Hasta que después del pase de prensa de Los Fantasmas de Goya, aguardando bajo la marquesina de la sala a que escampase la lluvia, tuvimos la suerte de compartir las confidencias de un periodista tan agostado por el ejercicio de la crítica como informado sobre la trastienda de la producción fílmica: “El cine pasa por una crisis de público que está coartando el desarrollo de proyectos con un mínimo de riesgo. Esto deja a la intemperie a quienes pretenden filmar obras personales; artistas que se convierten en trotamundos, con un hatillo de guiones maquinados a la medida de los mecenas que puedan hallar en su camino. España es hoy por hoy para esos artistas El Dorado. Una potencia económica con una industria cinematográfica subvencionada y obsesionada con la proyección internacional, y con unas televisiones encantadas de promocionar determinadas películas como imagen de marca”.
Con el panorama descrito ya resulta más comprensible que Milos Forman, ganador de dos Oscar por clásicos populares como Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) y Amadeus (1984), y firmante además de otras películas tan interesantes como Los amores de una rubia (1965), Ragtime (1981), Valmont (1989), El escándalo de Larry Flynt (1996) o Man on the Moon (1999), haya decidido abordar entre nosotros junto a su productor de la suerte, Saul Zaentz, y el guionista Jean-Claude Carrière una película, hay que adelantarlo ya, tan endeble a niveles dramático y visual como Los Fantasmas de Goya. La razón estriba en que Forman no ha logrado, desde su bio-pic del cómico Andy Kaufman, concretar en los últimos siete años ninguno de los tres proyectos que manejaba.
Por tanto, desempolvar una idea que le rondaba la cabeza desde hacía mucho sobre los tiempos convulsos que le tocaron vivir al pintor Francisco de Goya (1746-1828) parecía una buena tarjeta de presentación en España y, en efecto, se le han abierto todas las puertas. Estrellas de peso medio como Javier Bardem y Natalie Portman, secundarios sólidos como Stellan Skarsgard, Randy Quaid, Michael Lonsdale, Blanca Portillo y José Luis Gómez, y diversos escenarios y localizaciones reales. Ahora bien, todos estos medios humanos y materiales, que por otra parte lucen más citados que en pantalla, no son sino el atrezo de una historia errónea tanto en su planteamiento como en su evolución.
Una historia que quiere hacer de Goya testigo lógico de la monarquía de Carlos IV y de los excesos de la Inquisición; de la invasión napoleónica, de la llegada al poder de los liberales afrancesados y de la restauración borbónica; y que a la postre transforma al pintor en un espectro insulso que pasaba por allí, y a sus pinturas y grabados en ilustraciones que yacen como fondo de algunos encuadres y adornan los títulos de crédito iniciales y finales. Una historia articulada de manera fantasiosa en torno a dos protagonistas -un religioso que terminará abrazando la causa de la libertad (interpretado por Bardem) y una víctima inocente de los rigores inquisitoriales (Portman)- de cuya confrontación depende el peso dramático y especulativo de la ficción, pero que nunca alcanzan la categoría de personajes, que se ven huérfanos de un mísero par de escenas que hagan creíble su relación, y que no funcionan como correa de transmisión de la mirada de Forman sobre el periodo histórico. Una historia grave y crítica que patina en cuanto a la verosimilitud de escenas fundamentales –como la de la cena con tortura incluida, que no detallaremos-, y en lo relativo a una elipsis de quince años de la que el film sale herido de muerte.
Con estos mimbres argumentales ya hemos comentado que poco importa si Bardem y Portman aguantan el tipo o no (¡qué buenos vasallos si tuvieran buen guión!), si el invitado de piedra es Goya o Pollock, si tal escena está rodada en el Retiro o aquella en el Caprabo, si la visión de Forman y Carrère sobre la Historia y la vida humana es más o menos ácida. Tan solo una puesta en escena vigorosa podría paliar los defectos citados, y para colmo la película adolece de un estatismo, una atonía, que sorprenden en Forman.
Así pues, bajo la losa de unos factores de producción autóctonos que algunos defenderán con uñas y dientes, yace la profesionalidad de un realizador que con 74 años ha conseguido hacer parada y fonda momentánea en su errar creativo. Deseamos que el jamón serrano y el sol le hayan dado fuerzas para afrontar otras películas en las que pueda expresarse con más acierto.