Una obra de teatro cualquiera pero con la diferencia de que el espectador es consciente de que los actores son criminales.
Ganadora del Oso de Oro en el pasado festival de Berlín y candidata al Oscar al mejor filme extranjero por Italia, la última cinta de los prestigiosos hermanos Taviani toma como material de base la inmortal obra de Shakespeare, Julio César, para sostener una especie de irreverente doble discurso intelectualizado. Cuando empieza la cinta, el espectador se convierte en testigo de la puesta en escena en un teatro de la antedicha obra. A continuación, se revela la filmación de los actores durante los ensayos seis meses antes, a la par que se descubren sus identidades.
Se trata de un experimento cinematográfico con fuerte acento sociológico que traslada el desarrollo de la acción a una cárcel italiana. Los protagonistas de esta extraña función son los propios presidiarios del penal, quienes interpretan una suerte de fantasía teatral mientras transitan por sus celdas, por el patio o por los pasillos del edificio carcelario. Es como si estuviéramos viendo una obra de teatro cualquiera pero con la diferencia de que el espectador es consciente de que los actores son criminales. Los hay -los que más- provenientes de la mafia organizada, los hay timadores, ladrones e incluso un asesino, lo que no deja de resultar chocante durante el transcurso de la cinta, otorgándole una lectura verdaderamente sugerente.
César debe morir debe interpretarse como una prueba cinematográfica de fe en la interpretación, en el poder de las historias y las palabras o en la intelectualidad humana ante la interiorización del arte. No sólo es teatro filmado, aunque se puede tomar así, sino que también incluye cimientos propios del lenguaje documental o momentos de melodrama de alto voltaje, además de una espléndida lección magistral entre líneas. Lo que no significa que la obra caiga en la densidad o la ininteligibilidad, sino que más bien se empeña en demostrar todo el tiempo una apariencia de lo más simple.
Demostrado queda aquí que la interpretación no es una cuestión de formación sino un teorema basado en la creencia de que la fuerza del espíritu es capaz de encarnar cualquier forma artística. Los Taviani, esta vez, han plasmado una obra inaudita que no sólo se preocupa en la ejecución del discurso shakespeariano sino que lo aúna junto con otro más revelador, aunque éste sea dejado al libre albedrío de quien lo mira.