El ansia del protagonista de '¡Rompe Ralph!' por burlar a su destino y ver premiada su alienante cotidianidad desemboca sin querer en una agria requisitoria contra el presente de los videojuegos... y sus usuarios.
Los años ochenta son historia. Y no nos referimos a que no pinten nada en nuestro presente. Al contrario. A medida que quienes fueron niños por entonces acceden en su madurez a la creación cultural, van imponiendo una mirada en los mejores casos menos individual, llorona, autojustificativa, que inquisitiva sobre una época que, para bien y para mal, gestó un hoy del que a su vez ya no forma parte.
Los ochenta son el pasado reciente. Una tierra por tanto más incógnita y peligrosa que las previas, ya deglutidas por la cultura y la historiografía. Una tierra en la que se empezó a fraguar la identidad líquida, insustancial, que nos caracteriza, para desgracia paradójica de quienes promovieron tal circunstancia, es decir, quienes vivieron hasta convertirse en estatuas de sal, a tope, aquellos años, despreocupándose de lo que el talante profundamente reaccionario del momento y su filosofía escapista, prefacio de la virtualidad actual, iba a acarrearnos.
En este sentido, ¡Rompe Ralph! podría entenderse ni más ni menos que como una versión infantil y más optimista de The Wrestler, la reciente obra maestra de Darren Aronofsky. El luchador en decadencia Randy Robinson (Mickey Rourke) jugaba incansablemente en The Wrestler a un juego de ocho bits en el que su propio avatar replicaba su carrera deportiva. El protagonista de ¡Rompe Ralph!, un émulo de Donkey Kong al que presta su voz en la versión original del film John C. Reilly, lleva precisamente treinta años repitiendo su rol de villano en un juego de sala recreativa…
Randy Robinson se revelaba incapaz de escapar a la imagen férrea de sí mismo que habían forjado él mismo y una visión sociocultural trasnochada, exigente, de lo físico y la masculinidad. Ralph, por el contrario, ansía cambiar su destino, desempeñar otros papeles, adaptarse a las generaciones posteriores de videojuegos, a los entornos sandbox y la customización de los caracteres…
Pero las cosas no serán tan sencillas. La búsqueda por parte de Ralph de un reconocimiento a la ingrata labor que ha ejecutado durante años, su exigencia de un cambio en la mirada ajena que se ha depositado y ha sedimentado sobre él, no dejará en evidencia solo el universo de los videojuegos clásicos del que ¡Rompe Ralph! forma parte, también el de esos videojuegos últimos —abrumadores, violentos, inabarcables— que recorrerá en una serie de aventuras mucho más superficiales, simplemente referenciales, de lo que hubiera sido deseable (más teniendo en cuenta que los videojuegos han alcanzado un estatus cultural reconocido con mucha más profundidad por otras instituciones).
Y es que del personaje marginal de Vanellope (voz de Sarah Silverman), un glitch o error de programación en uno de los videojuegos que recorre Ralph, Sugar Rush, se deduce una crítica de los juegos actuales y, por extensión, de su correspondiente sociedad: bajo la aparente libertad que disfruta el usuario, bajo la apariencia de inmensas posibilidades de elección y configuración, tan solo se oculta un exceso de programación con la prepotencia de querer abarcarlo todo, lo que implícitamente está diciendo muy poco sobre la posible heterodoxia del individuo, sobre su capacidad para pensar de manera diferente a como lo hace quien maneja sus hilos; léase, el programador.
Como puede apreciarse, si el espectador ve ¡Rompe Ralph como un chillón espectáculo animado en 3D, quedará moderadamente satisfecho. Si atiende a las resonancias comentadas, o a las que ligan la película a las sagas TRON y Matrix, saldrá mucho más contento. Pensar, en el caso de ¡Rompe Ralph! como en cualquier otro, le procurará más por el precio de su entrada. Así igual en 2040 no tiene que venir otro crítico a tratar de explicarnos, con más o menos torpeza y prepotencia, de qué no nos enterábamos o no queríamos enterarnos en 2012.