Reflexiones en torno a la identidad masculina y las limitaciones humanas para trascender los límites del Tiempo, sepultadas bajo una narración caprichosa y una experimentación visual intrascendente
Aunque al lector pueda sonarle a broma, lo más accesible de esta película es su título original. 46 billones de años de amor [46 oku nen no koi] hace referencia a la edad de su director, el japonés Takashi Miike, cuando la realizó; a la infinitud del Tiempo cósmico; y al único sentimiento humano capaz circunstancialmente de trascender nuestra caducidad como seres vivos.
A estas inquietudes hay que sumar las relativas a las servidumbres de la condición masculina y a la deconstrucción de los procesos de creación artística. Por si todo ello fuera poco, Miike lo expresa a través de un guión retorcido, rodado en escenarios de un expresionismo minimalista, y rematado con maneras experimentales: claquetas, recitativos, números de danza, intertítulos, reiteraciones...
La película cuenta una historia, sí, pero de carácter fabuloso y plagado de metáforas. Jun (Ryuhei Matsuda) y Shiro (Masanobu Ando) coinciden en una cárcel que podría interpretarse como el presente. Jun está acusado de asesinar a un hombre que intentó violarle. Su carácter es dócil y tímido. Shiro, por el contrario, con el cuerpo marcado por los tatuajes, es un tipo agresivo que sabe defenderse de los demás reclusos. Los jóvenes inician un romance y debaten si escapar en una nave espacial lista más allá de las alambradas para despegar -el futuro- o dirigirse hacia una ominosa pirámide –el pasado- que delimita el recinto en su extremo opuesto.
La presencia del actor Ryuhei Matsuda, cuyo físico de ambiguo atractivo le obliga a interpretar un papel con ecos del que encarnaba en Gohatto (1999), impulsa a relacionar aquella película de Nagisha Oshima con la de Miike. Oshima llevaba a cabo en Gohatto una revisión abstracta y subversiva del universo samurai equiparable a la que plantea Miike respecto de los géneros carcelario y de la ciencia ficción.
Semejantes sacrilegios son por otra parte consustanciales a Miike, que a lo largo de setenta títulos realizados en tan solo quince años ha abordado con desparpajo no ya guiones adscritos a géneros muy diferentes (Dead or Alive, The Happiness of the Katakuris, Llamada Perdida), sino caracterizados individualmente en muchos casos por la mutación repentina (Audition) o la autoconsciencia (Ichi the Killer).
Lo que cabría preguntarse es si tanta libertad, tanta sobreproducción y tanta indefinición en el desarrollo de una carrera cinematográfica no son un obstáculo para fijar un discurso convincente. A propósito de Big Bang... se ha citado alegremente a Godard y a Brecht. La diferencia entre estos y Miike reside en que el francés y el alemán han reincidido, pulido y profundizado en sus ideas hasta convertirlas en ineludibles referentes culturales, mientras que Miike sobrevuela sobre sus ocurrencias sin apenas dejar huella.
Big Bang... es una cinta por momentos inquietante, bella, original, pero en definitiva estéril, al no aportar nada realmente innovador o perdurable al espectador por debajo de sus aparentes atrevimientos. Como experimento se agota en sus 85 minutos de metraje, y propicia reflexiones más ligadas al tiempo perdido en su visionado que al Tiempo sobre el que pretendía poetizar trágicamente.