Con la mitad de la crítica especializada hechizada y la otra mitad echando pestes. Así nos ha llegado el estreno de esta cinta, una de esas producciones que definen un año entero, porque Los miserables prometía mucho, ya desde su reparto y la elección del cabecilla de esta revolución. En este caso, Tom Hooper, quien ya había hecho una obra sin mácula que triunfó en los Oscar y lanzó una película-biopic al estrellato (El discurso del rey).
Hooper ahora se nos muestra en una empresa mucho más enardecida, tanto en ambiciones como en presupuesto. En cuanto a las primeras y a tenor de los resultados, no se puede decir menos: Hooper ha querido reinventar (y de paso insuflar su renacimiento, se entiende) el género musical en el cine. Así, a secas. Para ello, todo un programa estilístico ha sido el requerido para conseguirlo.
Para empezar, nunca antes habíamos visto a los actores cantar al unísono de ser grabados. Es decir, siempre se grababa mucho antes su banda sonora y se interpretaba en playback. El resultado de esta decisión es cuanto menos apabullante. Los actores vibran con cada nota, llegan al llanto y a la conmoción con tan sólo unas estrofas y sufren al saberse cantando a pleno pulmón mientras una cámara (o varias) les graba.
Como segundo requisito –el que más deficiencias presenta-, la caligrafía visual de Hooper es enloquecedora. Cámaras en constante movimiento, un montaje que no da tregua en ningún momento, planos torturados y desencuadres imposibles de personajes hacen que sea aún más dura la titánica tarea de aguantar estoicamente un musical que roza las tres horas de duración.
Y acabamos de decir el quid que completa la triple entente, la revolución que nos propone Hooper, la estilística, incluye mucha paciencia para no inquietar al espectador (y lo advertimos, mejor que el espectador no creyente en el musical se aleje de esta película) durante un metraje ingente que engarza demasiadas secuencias –incluso añade una nueva bellísima no presente en el musical de origen- y que detalla demasiadas situaciones. Por no decir que bascula entre el humor y el hipermelodrama musical descompensadamente y sin acierto.
Todo ello lo hace siendo fiel al género musical en sí mismo, pero también con una voluntad de introducir el puro cine, el teatro y la pintura. Sí, sí, han leído bien. Se pueden adivinar cuadros famosísimos propios de la Revolución Francesa como La muerte de Marat o La balsa de la medusa en sus encuadres. Así las cosas, resulta que Los miserables no es una película nada fácil de ver ni de entender (en el sentido más gramatical de la narrativa que propone). Y esa inaccesibilidad es su principal problema para las masas, siendo un producto pensado para ellas.
Pero también es mucho más. Los miserables es una especie de híbrido megalómano que comprende un laberinto de géneros, personajes, décadas e historias; todos ellos, asombrosos. Auspiciada por un reparto excelente que incluye las mejores interpretaciones de Hugh Jackman o de Anne Hathaway de sus carreras (y conste que el elenco de actores es para tirarse al suelo), se trata de un compendio histórico que tira de las leyes libres del cine para poner en escena una impresionante cinta, densa y agradecida, cansina y poderosa, que logra el engarce absoluto con el espectador gracias a la capacidad de su reparto, a la belleza de sus situaciones o a la fuerza de la propia historia. Y por si fuera poco, en estos tiempos de crisis de todo tipo, la obra aporta su pequeña parcela revolucionaria de innovaciones a un género que precisa nueva vida. Pues lo ha conseguido, Los miserables sí puede contribuir a la definición de este año.