Hacía falta aire fresco, y la mejor vía posible ha acabado siendo la vía de la precuela.
Cuando un producto está sujeto a tantas restricciones, se consideran tantos rasgos como pilares de su nombre y se trata con tanto temor cualquier posible cambio, acaba sucediendo lo que a James Bond le ha pasado en los últimos años. Una saga que de inspiradora del cine de acción acaba en rancia representación y cuyo concepto de desafío constante y reto circense acaba estando mucho mejor defendido por una franquicia rival como la de Misión Imposible. Si el Ethan Hunt de Cruise ha superado el bache de la segunda parte gracias a J.J.Abrams (Alias, Perdidos) al Bond moderno le hacía falta una inyección en vena, todavía más contundente, de energía rejuvenecedora. Tanto daba si era cediéndole el timón a Quentin Tarantino como era su deseo (y que quizá podía haber dado resultados brillantes como el cierre de CSI Las Vegas), o algún director totalmente alejado de su concepto (¿qué haría Almodóvar con el personaje? ¿redefiniría a la ‘chica bond’ y arrastraría al agente por un nuevo universo de posibilidades sexuales entre boleros y estética kitsch?). La cuestión es que hacía falta aire fresco, y la mejor vía posible ha acabado siendo la vía de la precuela.
Sin salirse de los dogmas establecidos, la precuela permite hurgar en los orígenes del personaje como única forma para justificar los cambios excusándolos en la evolución todavía por desarrollar. Tirando de la primera novela de Ian Fleming, más oscura y fría, la repetición de Martin Campbell como director (ya presente en Golden Eye, y artífice de las dos entregas de El Zorro o Límite Vertical) y los guionistas Neal Purvis y Robert Wade (estuvieron en la saga en las recientes El Mundo nunca es suficiente y Muere otro día, e intentaron hacer burla del género con Johnny English) echan por tierra en apariencia la posibilidad del verdadero cambio de registro que habría impuesto la presencia de Tarantino. No obstante, el apoyo en los textos del siempre sorprendente en currículum Paul Haggis (Crash, Million Dollar Baby y la venidera Banderas de Nuestros padres de Eastwood) con su aportación de inteligencia, sarcasmo y lucidez se alía a un Daniel Craig que recibe estas inyecciones para exteriorizarlas con una expresividad que da mayor credibilidad al protagonista contra todos los pronósticos –de indudable utilidad publicitaria- difundidos con insistencia. Frente al predecesor Brosnan, que limitaba su actuación a tres muecas y la posibilidad de expresar momentos de tensión con un ligero despeinado, Craig muestra con su rostro un pasado curtido y una violencia administrada, lejos de la pose de anuncio de fragancia para hombres del ex-Remington Steele. Su físico revela su pasado de cicatrices, lo que a priori parecerían más los rasgos del enemigo-villano en las cintas precedentes, calan en un personaje que sí puede representar a un agresivo y despiadado agente secreto de la Gran Bretaña, y que aquí es capaz de convencer como acerado asesino implacable sin corazón y permitir al tiempo que se le escapen puntuales miradas de estupefacta consternación ante el camino que le queda por recorrer. Todo si evita descarrilar por pronunciadas curvas femeninas.
Hay quien se aburrirá esperando la llegada de la coreografía de golpes, quien lo hará cuando lleguen para acumular decenas de impactos por contienda desde una escena inicial en que Craig parece perseguir al mismísimo hombre araña (esto sigue siendo Bond: rizado de rizo al poder), quien se adormilará cuando toque tirar de baraja de cartas o cuando el ritual de apareamiento se pierda en disertacion sobre los problemas de un desmedido ego… Con tanta aportación de ingredientes durante sus casi dos horas y media es fácil que descontente o no convenza al público en alguno de sus tramos pero lo cierto es que como resultado global Casino Royale logra rejuvenecer a Bond y su concepto y que su trama tiene los suficientes giros y la suficiente voluntad de cambio como para que su frialdad deje un poso más profundo que el de la oquedad estética de las entregas anteriores.