Tony Scott obvia sus recientes y lamentables excesos estilísticos, y logra por primera vez en años que su realización aporte más relieve y credibilidad a la historia que cuenta. Un thriller magnífico
A falta de otras virtudes artísticas, puede que la insistencia machacona en un campo determinado produzca de por sí frutos apreciables alguna que otra vez.
El británico Tony Scott cumple en 2008 sus bodas de plata como director sin haber demostrado en los más de diez thrillers que ha firmado una capacidad especial para el género. Sí un innegable olfato para captar y reciclar tendencias audiovisuales de moda, que siempre quedan mejor aplicadas en la muerte violenta y en la explosión de automóviles. Obsesionado desde su ópera prima, El Ansia (1983), por la superficie de la imagen, por su impacto inmediato y acumulativo, e incapaz de la menor elaboración por debajo de las apariencias, lo único que ha cabido esperar de sus películas es que el estilo no emborronase en exceso los guiones que le caían en suerte.
Cuando así ha sido, como en Amor a Quemarropa (1993), Marea Roja (1995) o Enemigo Público (1998), hemos disfrutado de productos comerciales dignos. Cuando el preciosismo ha devorado cualquier otra consideración, ha generado obras tan endebles como Top Gun (1986), Superdetective en Hollywood II (1987), Revenge (1990), Días de Trueno (1990), El Último Boy Scout (1991) o Fanático (1996).
Para colmo, su cine ha experimentado a partir de Spy Game (2001) una exacerbación formal que no ha hecho sino delatar todavía más su vacuidad de fondo. Los bombardeos de planos saturados, deformados, acelerados y al ralentí, filmados bajo miles de ángulos y lentes, que se conjuraban en El Fuego de la Venganza (2004) y Domino (2005) contra las retinas del público, eran reflejo de un universo tan agresivo, hueco y pseudoexistencial como el de cualquier revistilla de tendencias.
No sabemos, sin embargo, si debido a que las dos últimas películas citadas han estado lejos de arrasar en taquilla, Scott ha plegado velas momentáneamente, y se ha limitado en Déjà Vu a rodar con un sentido del espectáculo, del color y de las texturas muy apropiado un guión de Bill Marsilii y Terry Rossio tan intrigante como enrevesado. El resultado, posiblemente su mejor película y uno de los thrillers más interesantes de 2006, para sorpresa al menos del abajo firmante.
Denzel Washington, que repite por tercera vez como protagonista para Scott, encarna con su aplomo habitual a Doug Carlin, policía de Nueva Orleans que intenta resolver el atentado terrorista contra un ferry en el que viajaban más de quinientas personas. Entre las víctimas figura una mujer que se descubre ha muerto antes del atentado. Este hecho, junto a una nueva tecnología que en principio parece permitir al FBI recrear el pasado cercano, precipita la narración de la simple intriga a la ciencia ficción, e incluso al terreno de la fábula gracias a los apuntes románticos y trágicos sobre la posibilidad (o no) de cambiar nuestro destino. Hasta lectura post 11-S podría hacerse, siempre que el espectador no esté ya harto de ese tipo de discursos más o menos implícitos en el cine USA de los últimos tiempos.
El detallismo de la planificación de Scott hace que no olvidemos los elementos imprescindibles para completar el puzzle diseñado por Rossio y Marsilii. Los atrevimientos fotográficos marcan perfectamente los diversos momentos en que se desarrolla la acción. La combinación de barridos de cámara que son casi pinceladas, de un montaje frenético y de ciertas audacias argumentales que no desvelaremos brinda una persecución en dos tiempos, presente y pasado, que es desde ya una de las secuencias más inquietantes y originales vistas este año. Sobre todo, hay que considerar que son estos aspectos visuales los que prestan credibilidad a una historia que posiblemente, contada de otra manera, sería difícil de sostener.
Habrá aun así quien tache la película de confusa, fantasiosa y derivativa; quien abomine de su desenlace; y quien siga pensando que Scott abusa de los efectismos técnicos. A nosotros Déjà Vu se nos pasó en un suspiro: no es tan compleja y emotiva como pretende en ocasiones, pero durante su metraje podrían habernos abofeteado y no nos habríamos inmutado, de tan absortos como estábamos en lo que sucedía. Es decir, sentíamos lo que se debe cuando uno acude a ver una producción comercial made in Hollywood. A ver si no tenemos que esperar otros ocho o diez años antes de que Scott vuelva a realizar algo similar.