Lincoln

No están los tiempos para mantener al espectador dos horas y media atendiendo a lecciones de historia ni a tramitaciones legislativas. Que Steven Spielberg opte por ese camino para rendir culto a Lincoln, es algo admisible en la industria únicamente por el poder que su nombre sigue ejerciendo, y por el peso de la figura que retrata (exponencialmente mayor en su país de origen, donde fácilmente Licoln puede convertirse en una suerte de obligación pseudoreligiosa).

Si cuestionamos el metraje dedicado a la tramitación de la enmienda de abolición de la esclavitud, es por estos días de espectadores impacientes y taquillas agonizantes, pero también por contemplarlo desde una época en que fácilmente puede hacer más cuestionable e indigno lo expuesto en el film: sí, Lincoln se salió con la suya y vinculó el fin de la guerra civil a la liberación de la raza negra; para hacerlo tuvo que urdir todo tipo de maquinaciones y jugar con los votos de uno y otro bando, reduciendo el poder legislativo a una batalla entre trileros donde gana el más hábil, el que más tretas es capaz de ejecutar frente al otro bando.

Además, el estreno de esta película coincide con el juramento para la segunda presidencia de Obama, el mayor exponente de aquella liberación al haber alcanzado un ciudadano de raza negra el puesto más alto posible, pero que con la justa perspectiva no lo hace sino más chirriante: con él nos encontramos ante una figura que renueva mandato tirando de una labia tan sugestiva como improductiva, tan vocacional como frustrante. Sus mejores intenciones y las aspiraciones del electorado, se dan de bruces con una realidad que nos corroe diariamente y que de manera irritante se ve reflejada en los tejemanejes de la cinta que nos ocupa. De manera muy gráfica, en estos días Obama trata de librar batalla paralela a la de Lincoln al combatir otra costumbre tan arraigada como lo fue la esclavitud, la posesión de armas. Que no haya opción frente a la institucionalización consentida de los lobbies como obscena declaración pública de compra de poder a través del sacrosanto dólar, no hace sino flaquear cualquier discurso de elogio democrático, al inmundo sistema, a la creencia en líderes salvadores en tiempos de condena.

Spielberg, que había tirado sin éxito de una afición suya poco desarrollada a las declamaciones en Amistad –también al hilo de la opresión a la raza negra y esclavitud– es aquí más efectivo con el apoyo de Daniel Day-Lewis dando vida al icono histórico. Su acumulación de monólogos y apasionados discursos, con la exposición más o menos habilidosa de quien se sabe con cartas ganadoras (fundamentalmente las expuestas: Licoln y el mencionado intérprete que le da vida), puede crecer tirando de recursos si hay alguien que no la contemple con escepticismo o vergüenza ante todo aquello que huela a engranajes oxidados de poder.

Finalizada la singladura de Licoln, éste recorre campos de su país para ver con sus propios ojos los destrozos de la guerra. Impactado por la experiencia, un personaje le recuerda que ya conocía lo que se cocía en aquella matanza fraterna, por más que en realidad nunca supo cómo de cruenta era la situación que imaginaba desde la distancia. Al menos él se acercó a ver la agonía real de su pueblo. Hoy día algunos prefieren encerrarse en ese juego sórdido de trampas formales que hace que algunos sintamos desidia cualquier rendición de culto a un poder que nunca podrá parecer ya lo suficientemente digno.