Transcurren pocos minutos antes de que las intenciones últimas de los responsables de esta película se transparenten hasta provocar rubor.
Hace ya unos cuantos años que entre los filmes nominados en las sucesivas ediciones de los Oscars de Hollywood se cuelan cintas de cariz más independiente. Se trata de comedias dramáticas de cierta profundidad que han cambiado ligeramente el concepto tradicional asociado a las grandes producciones que parecen diseñadas para (a priori) arrasar en dichos galardones del cine norteamericano.
El lado bueno de las cosas quiere inscribirse en la onda de Pequeña Miss Sunshine, Juno, Los chicos están bien y algún que otro título parecido. De hecho, casi podría decirse que sigue la estela de The fighter, realizada por el mismo director y que ya contara con diversas nominaciones a la preciada estatuilla. David O. Russell repite jugada y se rodea de buenos actores –a los que dirige con acierto, para sacar el máximo partido a sus dotes– alrededor de los cuales construye un drama con algunas escenas de humor que restan fatalidad al conjunto.
No parecía una mala idea esa de asociar a dos protagonistas con problemas mentales para mostrarnos cómo ambos van saliendo a flote tras algunos problemas recientes, apoyándose en el otro y confiando en su sinceridad y amistad. Pero esa ocurrencia como punto de partida se nos reitera en exceso, y transcurren pocos minutos antes de que las intenciones últimas de los responsables de esta película se transparenten hasta provocar rubor.
Y es que estamos ante una película que juega a reinventar la comedia romántica tradicional, pero dotándose a la vez de una perspectiva tan inteligente y madura que irrita. Todo el conjunto huele a prefabricado y a diseñado con tiralíneas, y según pasan los minutos cuesta horrores no darse cuenta de cómo se han ido eligiendo y colocando las piezas del puzzle para lograr el efecto deseado, dentro del cual entrarían las ocho –a todas luces incomprensibles– nominaciones a los Oscars del presente ejercicio.
El armazón básico donde se sustenta la película es tan básico que cuesta encontrar motivos reales para la tremenda cantidad de elogios que ha cosechado. Durante un primer tramo sentimos cierto interés por ver hacia dónde se encaminará la historia, pero lo cierto es que cuando nos damos cuenta de que hemos tocado techo antes de llegar a la primera hora de proyección, nos tememos que la cosa ya sólo puede ir cuesta abajo.
Se aprecia que los personajes sean distintos a los que solemos ver, pero de ahí a conseguir una conexión real con el espectador hay un buen trecho. Contemplamos lo que les sucede con frialdad, valorando sus dotes interpretativas, pero sin llegar a sentir demasiado por su destino. Tampoco nos llega al corazón la filosofía vital que se pretende transmitir de forma machacona. Tal vez los americanos gusten de ser asaltados una y otra vez con las mismas ideas, pero aquí rozamos la irritación en más de una escena.
Además, el supuesto ingenio del que todo el mundo habla se limita a unos pocos segmentos de la trama, no ofreciendo casi nada realmente novedoso o impactante si quitamos cuatro o cinco atrevidas palabrotas. En cuanto enfilamos la recta final de la cinta intuimos por dónde van a ir los tiros, y dicho esquema se cumple paso por paso, sumiéndonos en un edulcoramiento tan previsible que ni causa sonrojo. Tan mecánico es el discurrir de este filme, que no sabe escapar del “chico conoce chica” pero intenta disimularlo bajo capas de pretendida independencia.