Puede que Brick tenga algo de tomadura de pelo y de parodia al género, pero por extraño que resulte Rian Johnson, su director y guionista, ha logrado colar una cinta de cine negro entre aulas de instituto. Para ello, ha huído de la visión arquetípica que el cine adolescente norteamericano nos ha trasladado de sus clases y lo ha hecho llevándonos a un recinto próximo y creíble, con una fotografía comedida y fría para allí enfocar a un particular grupo de estudiantes.
Estos, lejos de los roles que les corresponderían tanto por lo que nos dice la realidad como lo que nos ha dicho la ficción previamente, son únicamente el vehículo físico para una historia de mafia dislocada con personajes equivocados. Inicialmente tiene algo de chirriante y absurdo ver a sus protagonista en un género tan diferente al que marca su estética y donde están todos (el cínico y despectivo detective sabelotodo, su socio intelectual, la atractiva mujer peligrosa que esconde algo, la frágil víctima, el calculador malvado y su unineuronal mazas-lacayo...) insertos en el curso de un guión demasiado elaborado como para no recibir premios en varios festivales (Sundance, Sitges, amén del apoyo generalizado de la crítica). Pero sea como sea, el paso del metraje acaba metiendo el espectador en una trama que centra toda la atención gracias a sus diálogos, un argumento trabajado y alambicado sin excesos, y que lo que inicialmente chirriaba sólo aparece entonces como un recursos de humor para contemplar cómo la trama de estupefacientes se cocina frente a atentas madres sirviendo vasos de leche con galletas.
Con todo lo que pueda tener de extravagante, Brick es una película ingeniosa que merecería mucha mayor atención de la que seguramente recibirá del público, visto el escaso número de salas que tienen anunciado su estreno. Una apuesta con riesgo y perspicacia que es fácil que no encuentre respaldo en quien espere una producción más tópica.