Drama de bajo presupuesto ambientado en la comunidad hispana de California, que no pasa de lo superficial y lo complaciente
Parafraseando a La Rochefoucauld, podríamos escribir que si existen unos sentimientos puros y sin mezcla de hipocresías son los escondidos en el fondo de nuestro corazón, que a menudo incluso desconocemos. El motivo principal de esa ocultación y esa ignorancia es, por supuesto, la rendición a lo colectivo, que exige la renuncia a la libre expresión de lo mejor de nosotros mismos –mejor en cuanto verdadero- a cambio de una seguridad y unos afectos tan aparatosos como irrelevantes en situaciones cruciales.
La sumisión al grupo es simbolizada y reforzada periódicamente mediante una serie de rituales públicos y privados que varían según los modelos socioculturales, pero que coinciden en el objetivo de neutralizar la disidencia intelectual. No es de extrañar por tanto que, cuanto más primitiva sean una sociedad o una persona, más dependientes se muestren respecto a sus tradiciones, sus costumbres, sus conocidos, que de faltar abocarían a los interfectos al más escandaloso vacío interior.
Pese a todo, la presión genera a veces momentos de fuga que nos permiten imaginar que las cosas podrían ser de otra manera. En Quinceañera, su segunda realización conjunta tras The Fluffer (2001), el estadounidense Richard Glatzer y el británico Wash Westmoreland sitúan a sus tres protagonistas en uno de esos momentos: Magdalena (Emily Ríos) está a punto de celebrar sus quince años con una ceremonia de transición de la niñez a la juventud que a los mayas les servía para oficializar la disponibilidad sexual de una mujer, y que entre los hispanos californianos de hoy parece seguir cumpliendo la misma función, con el agravante de la chabacanería y el exhibicionismo. Su primo Carlos (Jesse García) tiene dificultades para exteriorizar su homosexualidad en el seno del mismo microcosmos. Y el tío abuelo de ambos, Tomás (Chalo González), ha procurado independizarse hasta cierto punto de su entorno, delatando cada uno de sus actos espontáneamente bondadosos las imposturas de quienes le rodean.
Las vidas de Magdalena, Carlos y Tomás se verán sacudidas por hechos traumáticos que propiciarán su unión, y el sueño de una comunidad sin ataduras, sin falsedades, sin miedo. No vamos a desvelar esos hechos, ni tampoco el desenlace de ese proyecto utópico emprendido por los jóvenes y el anciano. Pero quizás el lector pueda inferir algo de las formas aplicadas por Westmoreland y Glatzer a la historia: Quinceañera es una película poco original, adscrita a ese cine independiente norteamericano más interesado en la corrección política que en la experimentación con la imagen (ganó el Gran Premio del Jurado en la última edición de Sundance). Cámara al hombro y canciones prototípicas para presentar a los personajes, recurso inmediato al plano/contraplano, uso pulcro y chato del formato panorámico, y un desarrollo dramático empeñado en crear buenos muy buenos y malos muy malos, así como anécdotas más bien rebuscadas, con el propósito último de resaltar unos valores determinados en oposición arbitraria a otros, olvidando que todos ellos no pasan de ser conveniencias sancionadas por el tiempo.
Destaquemos la naturalidad, no ya técnica sino fisonómica, de todo el reparto; la fotografía de Eric Steelberg; y la sorprendente presencia del director Todd Haynes (Lejos del Cielo) como productor ejecutivo. Y apuntamos sorprendente porque Haynes ha hecho hasta ahora de su cine un campo de batalla sin cuartel entre el individuo y los condicionantes sociales, mientras que Quinceañera deriva por rumbos muy diferentes.