Un producto que no trasciende nunca tal condición, tedioso pese a ser el más corto de la franquicia 'Jungla de Cristal', feo y cargante hasta decir basta.
La Jungla 5: Un buen día para morir es una película infecta. Skip Woods hace honor a la basura que escribió para films como Hitman (2007) y El equipo A (2010) con un guión que planta al incombustible policía neoyorquino John McClane (Bruce Willis) en Moscú para que lidie con un hijo metido en apariencia a sicario (encarnado por Jai Courtney) y con un complot local contra un disidente político, y que desarrolla su acción en base a sorpresas inexpresivas, absolutas estupideces (¡Chernóbil!), diálogos lamentables (¿cuántas veces grazna McClane que solo quería disfrutar de unas vacaciones?), conflictos familiares sonrojantes, un villano que para ser carismático baila y come zanahorias (sic), y escenas reiterativas (hasta dos ametrallamientos de edificios desde helicópteros como momentos cumbre).
En cuanto a John Moore, hace gala igualmente de la nulidad como director que ya manifestase en La Profecía (2006) o Max Payne (2008), brindándonos en un aburrido formato 1.85:1 (uno de los mayores atractivos de la saga Jungla de Cristal ha sido siempre el scope literal y metafórico de sus imágenes de destrucción y acribillamientos) un repertorio visual que trata de aunar sin orden ni concierto mediocres efectos digitales y modos propios de la televisión y los entreactos de los videojuegos, y que se revela incapaz de orquestar una simple persecución automovilística. El resultado, un producto que no trasciende nunca tal condición, tedioso pese a ser el más corto de la franquicia (poco más de noventa minutos), feo y cargante hasta decir basta.
Lo más revelador, en todo caso, no es constatar la impotencia absoluta de Un buen día para morir más allá de su capacidad para hacer caja (Bruce Willis ya ha insinuado la producción de una sexta Jungla de Cristal). Es la aprehensión de la decadencia, ya apuntada por nuestro compañero Miguel Giner en su crítica de La Jungla 4.0, que arrasa con todo en esta vida: con iconos como Willis, Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone, que en su tiempo fueron dioses y ahora se limitan a recorrer envarados los escombros de sus reinos; con un género estrella treinta años ha, el espectáculo de la violencia y la violencia del espectáculo, que ahora se descubre tan difícil de concretar con la mezcla adecuada de estupidez y grandeza; y hasta con órdenes sociopolíticos que pareció —como el actual hasta hace nada— serían eternos, y hoy son poco más que kitsch cultural.
En este sentido, que la quinta aventura de John McClane le saque por primera vez de Estados Unidos por aquello de que la película recaude en mercados más saludables actualmente que los occidentales, que su condición de norteamericano le haga parecer un cateto y un imbécil, que el personaje sea menos un anacronismo que el recuerdo de la sombra de un espectro, dice tanto sobre el ocaso de ciertos modelos cinematográficos e ideológicos como Brannigan (1975), El último pistolero (1976) y otros títulos protagonizados por John Wayne en los setenta. Desgraciadamente, Willis y compañía no son tan viejos como Wayne (o como Clint Eastwood), por lo que su agonía mientras persistan en sus exitosos registros pasados va a ser tan insufrible para ellos como para el espectador.