Cine mudo del siglo XXI, realizado con un despojamiento y un rigor que ponen un nudo en la garganta
Aunque esté considerado uno de los mejores cineastas europeos, y su anterior El Hombre sin Pasado (2002) ganase dos premios en Cannes, Aki Kaurismäki sigue sin merecer en España ni siquiera la edición en DVD de sus películas. Él, inasequible al desaliento, remata con Luces al Atardecer una trilogía dedicada a los parados, los marginados, los desarraigados –que completan Un Hombre Sin Pasado y Nubes Pasajeras (1996)- sin ceder ni un palmo en su estilo austero y distante; estilo que adquiere de hecho en esta ocasión cualidades aún más impenetrables.
Y es que Luces al Atardecer es la entrega menos complaciente de esa trilogía; la más ajena a ese, en palabras del propio Kaurismäki, “neorrealismo moderno en colores” sobre los proletarios de su país. Su protagonista, Koistinen (Janne Hyytiäinen), se halla integrado en el sistema y comparte sus ideales de progreso. Guarda destinado en una galería comercial, sueña con poseer su propia empresa de seguridad. Un futuro que perpetuaría el inhumano estado de las cosas descrito tan crudamente por Kaurismäki. Por tanto, la identificación del espectador con Koistinen supone la aceptación incómoda de un conformismo ausente de los díscolos Lauri (Kari Väänänen) e Ilona (Kati Outinen) de Nubes Pasajeras y del providencialmente desmemoriado M (Markku Peltola) de El Hombre sin Pasado.
Además, la personalidad soñadora de Koistinen, sólo animada por un acervo sociocultural que, lejos de proporcionarle lucidez para cuestionar lo que le sucede, hace de él una presencia absurda que los demás personajes de la película contemplan como si fuera una representación en sí mismo, resulta una novedad en Kaurismäki. Cierto que el presunto “neorrealismo moderno” de su cine debería traducirse como neorrealismo posmoderno, pues más que aspirar al reflejo inmediato y sin adulterar de la realidad contemporánea, como postulaban De Sica y Rossellini, fuerza una percepción anímica y atemporal de la condición humana a través de una estilización escenográfica y compositiva muy deudora de referentes culturales admirados que desvelan además un imaginario sentimental intransferible.
Pero en Luces al Atardecer estos modos autorales son asumidos por el protagonista de la ficción. Koistinen es Kaurismäki. Por lo que la peligrosa alienación de éste respecto a su entorno, así como su postrera redención, tienen más ingredientes introspectivos que sociales, y podría pensarse que responden al deseo más o menos consciente de Kaurismäki por rematar la trilogía de los perdedores reflexionando sobre unas constantes creativas que, a estas alturas de su filmografía, bordean el manierismo y quizás necesiten de una revitalización.
En cualquier caso, Luces al Atardecer es una apuesta segura para los cinéfilos que deseen escapar estas Navidades al cotillón y al cine infantil/infantiloide.