Compararse con los grandes tiene sus riesgos. El más peligroso, que con todos los esfuerzos del mundo el margen para solventar la papeleta con dignidad sea tan escaso que el fracaso sea una apuesta segura. La película con la que quiere medirse o alimentar su imagen puede crear una lastimosa comparación a pesar de hacerse un despliegue de primer orden, de poner el mayor de los presupuestos en la causa, de hacerse gracias a él con el mejor repertorio de actores y los mejores equipos técnicos para montar un universo sobre los raíles argumentales de experimentados guionistas...
Pero no es el caso de Eragon. En la adaptación del best-seller escrito por un adolescente inyectado de Tolkien, cuando aparecen estas características es de forma sesgada, logrando tan sólo un poso de vaga tentativa de remedo, de inspiración llevada sin brío ni personalidad propia.
En lo técnico, desde la primera secuencia comienza a apreciarse un enfoque cerrado que con el metraje se agudiza cuando el subconsciente pide grandes decorados y movimientos poderosos de cámara explotando las posibilidades del escenario. En su lugar, este huele a decorado a medio hacer poblado por extras escasos ordenados de forma inocente, siempre dando todo lo posible en pantalla de tal forma que un zoom traicionero, un giro excesivo y podríamos encontrarnos con algún tramoyista almorzando.
Si se permite algún movimiento de cámara más pretencioso, resulta corto y torpe, y cuando entre tomas de bosques indistinguibles en un argumento de encuentros atropellados y huida a caballo con destino indefinido, se permite panorámicas algo mayores, la cosa es casi más preocupante. Porque los lucimientos en el enfoque, además de contarse con la mano dejan al mejor de ellos ridiculizado por lo que el explorador de la Tierra Media tiene en la retina y que vio como recurso cotidiano para ambientar el poder soberbio de Peter Jackson domando un presupuesto que sí era de primer orden.
Además, esta pretendida odisea homérica peca de indefinición más por el desinterés creado en el espectador que por los atropellados baches dispuestos a los que hay que unirle unas transiciones de corte amateur: cuando se pretende relatar el paso del tiempo en el largo viaje, nos encontramos injertos mal tratados de dos jinetes cabalgando un segundo bajo el sol, otro bajo la lluvia, otro en dirección contraria, sin más explicación a tanta desidia que un director debutante cargado de una mezcla de torpeza e ingenuidad, cuyo mérito para hacerse con el cargo ha sido su dilatada experiencia como supervisor de efectos especiales de películas como La Tormenta Perfecta, Pequeños Soldados, Casper, El Caso Bourne o Parque Jurásico. Esta trayectora se puede evidenciar en detalles visuales, efectos de luz, creación correcta de algunos personajes monstruosos (en tanto otros palidecen con la comparación habitual) y el diseño y vuelos del Dragón que se encuentra el protagonista y que puede cambiar el aciago destino de la humanidad y salvarla tanto como el anillo podía condenarla con Tolkien.
Pero en lo restante Stefen Fangmeier es un intruso en la más básica de las cuestiones de realización y montaje y no sabe imprimir unos mínimos de lógica global desde los aspectos más esenciales y puramente técnicos, tal y como Peter Buchman no sabe hacerlo como guionista (un currículum limitado a haber escrito la tercera y tríplemente irrelevante entrega de Parque Jurásico resulta igualmente clarificador) llevando con su cocinado de tópicos, cruce de frases de rimbombancia pueril y épica confusa la película directa al matadero.
Allí aún le queda por recibir el golpe de gracia traicionero dado por un descompensado plantel de actores en el que sólo los más confiados podrían haberse perdido en la irrelevancia de la acumulación de nombres como Carlyle, Jeremy Irons y un John Malkovich con apenas dos escenas conjurando desde un trono de feria. Estos dos últimos ya dieron golpes al estómago de los creyentes en el poder actoral (y con Di Caprio, y Depardieu…) en La Máscara de Hierro, desatino capaz de combinar ambiciones delirantes con rasgos de telefilm como Eragon hace con menor osadía.
Para compensar el lustre de sus nombres, dos papeles protagonistas, el del personaje que da nombre a la película y la hermosa e insustancial chica guerrera, quedan en manos de dos actores con presencia de telenovela sueca, él con el potencial gesticulador de muñeco de cera salvo cuando se trata de pugnar con sonrisas por el título de chico colgate, y ella con un despliegue dramático expresivo de, como máximo, una leve indisposición estomacal.
Con todo lo que tiene de asfixiante y atropellado su argumento, que pasa por encima de personajes que aparecen y desaparecen sin que ninguna escena justifique los lazos emocionales que se crean entre ellos ni se dé un solo motivo para echarlos de menos si caen o si lo hacen entre insoportables agonías, es justo afirmar que Eragon permite intuir el potencial de la historia que no ha gozado ni de la suficiente decisión ni de acertadas elecciones. Su director desnivelado en recursos aprueba en puntuales aspectos en tanto que en otros cae estrepitosamente, aspirando al premio gordo que sería para él la mediocridad pasto para el olvido.
Siendo generosos, su función navideña puede llegar a cumplirla, dejando a un lado a los exigentes y permitiendo el gozo superficial de quienes paguen menos por la entrada que por el avituallamiento previo para acompañar la insípida travesía de dulces y palomitas. Los que busquen el anillo, podrán seguir haciéndolo rescatando sus preciadas colecciones de DVD.