Drama basado en hechos reales, en torno al derrumbamiento psicológico de una joven. Película abrumadora por su agudeza y sensibilidad, protagonizada por una portentosa Sandra Hüller
“Madre, tengo miedo”. Fueron las últimas palabras de Anneliese Michel, una católica alemana de 23 años, sometida en 1976 a un exorcismo cuyo trágico desenlace culminaba una larga agonía existencial en la que confluyeron un cuadro clínico de epilepsia y esquizofrenia, un ambiente familiar primitivo y represivo, y una breve y traumática asistencia a la universidad. Hecho real espeluznante que el co-guionista, productor y director Hans-Christian Schmid aprovecha para realizar no tanto una descripción analítica de las circunstancias que desembocarían en el exorcismo de Anneliese, o una recreación meramente naturalista de las mismas, como una crónica íntima, de profundo calado psicológico, en torno al derrumbe de un ser humano a consecuencia de unos condicionantes sociales y una incomprensión ajena que cualquiera puede haber sufrido.
Cuando la película se exhibió en la última edición del Festival Internacional de Cine de Cataluña ya había obtenido numerosos reconocimientos en otros certámenes; entre ellos, el Oso de Plata para la extraordinaria actuación de Sandra Hüller -en la piel de Micaela, que así ha pasado a llamarse Anneliese en el film- y el Premio de la Crítica en la Berlinale, y cinco galardones de la Academia Cinematográfica Alemana. Y aunque en esta nueva ocasión la cosa no fue para menos, y Réquiem se llevó tres premios de relevancia, no faltó quien estimó la propuesta de Schmid extraña al género fantástico que singulariza la programación de Sitges.
Algo en lo que no puede estarse más en desacuerdo. En primer lugar, porque el terror es uno de los pilares que sostienen el fantástico, y Réquiem sabe transmitirlo al espectador de manera ejemplar. No echando mano de truculencias o efectos visuales, sino a la insoportable tensión que genera contemplar el deterioro mental de un personaje que hemos llegado a amar gracias al sensible retrato de Schmid y Hüller, en escenas marcadas por el menos es más: Un reflejo al amanecer. Una mano crispada. Convulsiones. Un rostro deformado por la rabia. Alaridos.
Y en segundo lugar porque, si estamos de acuerdo en que el valor supremo del fantástico reside, más que en sus cualidades escapistas, en aquellas que subvierten los principios de realidad aceptados por convención, Réquiem representa una atrevida revisión de esos tópicos cinematográficos sobre las posesiones diabólicas que para muchos adeptos al género han devenido ley no escrita: vómitos y voces de ultratumba, médicos incompetentes, incrédulos eliminados misteriosamente, sacerdotes sabios y heroicos, muebles y ventanas que saltan por los aires... Tópicos que la distribuidora española de Réquiem pretende seguir exprimiendo cuando subtitula la película, de modo como mínimo inexacto, El Exorcismo de Micaela, y que han servido tradicionalmente al propósito insidioso de perpetuar determinadas doctrinas. El Exorcista (William Friedkin, 1973), El Exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005), Maleficio (Courtney Solomon, 2006) y sus infinitas secuelas y variaciones, comparten el anhelo por recalcar los orígenes “reales” de las historias que cuentan y los dictámenes eclesiásticos al respecto, y por simular rigor y objetividad en su desarrollo. Estrategias que, más allá de las convenientes polémicas, sitúan el exorcismo como problema de facto, susceptible de remedio mediante unos rituales y creencias que nadie pone en entredicho, en vez de como síntoma de enfermedades mucho más inquietantes y comunes.
Enfermedades que, sorpresa, nadie parece interesado en reconocer, y que se incuban, como va apuntando sutilmente Schmid, en la propia religión, en el entorno familiar, en las relaciones que se entablan de adulto; en la imposibilidad, en fin, de ayudar a los demás, incluso a quienes más amamos, si no es a través de nuestros prejuicios y egoísmos. Como se ha comentado al principio de esta reseña, Réquiem formaliza tales consideraciones con ánimo introspectivo. Una cámara nerviosa y una iluminación sin efectismos conforman una atmósfera casi palpable. Los personajes tienen espacio para expresarse, fruto de una mirada comprensiva sobre todos ellos que realzan las excelentes interpretaciones de Burghart Klaussner como el pusilánime padre de Micaela y de Anna Blomeier como Hanna, su mejor amiga. Y son suficientes unos ajustados recursos sonoros y escenográficos para sugerir una época y ciertos estados de ánimo, y para contrastar los diferentes escenarios en que se gesta la catástrofe.
Réquiem es una película muy dura, que además desagradará por igual a los partidarios de ese mecanicismo estéril que ejemplifican los hermanos Dardenne y a los consumidores de productos hollywoodenses. Pero quien aún crea que la imagen es capaz de desvelar el abismo de lo humano por debajo de su propia superficie, no debe perdérsela.