Escribió Tolstoi que todas las familias felices son iguales, y que es la infelicidad la que nos singulariza. Alejandro González Iñárritu, director de “Babel”, cree exactamente lo contrario: “Lo que nos une es el dolor. Lo que nos iguala es la desgracia”. Pero aunque el novelista ruso y el cineasta mejicano disientan en sus apreciaciones sobre la realidad, coinciden en lo relativo a su sentido esencialmente trágico, visión que también comparte el guionista Guillermo Arriaga, colaborador de Iñárritu en “Babel” y antes en “Amores perros” (2000) y “21 gramos” (2003). El cine de Iñárritu y Arriaga, como la literatura de Tolstoi, aborda la vida humana con una lucidez y una intensidad insoportables para pusilánimes, bienpensantes y amigos de patéticas imposturas “new age”.
En “Babel” el drama alcanza dimensiones globales. La película se desarrolla en Marruecos, donde una pareja estadounidense (interpretada por Brad Pitt y Cate Blanchett) habrá de sobrevivir a un absurdo incidente provocado por dos adolescentes convertidos a ojos de la opinión pública internacional en terroristas; en la frontera entre Estados Unidos y Méjico, que cruzan una inmigrante ilegal (Adriana Barraza) y su hermano (Gael García Bernal) con dos niños aparentemente secuestrados; y en Tokio, donde un padre (Kôji Yashuko) y una hija (Rinko Kikuchi) intentan superar el suicidio de la esposa y madre respectiva de ambos. Iñárritu alterna estos hilos narrativos a lo largo de 140 minutos y cuatro mil planos, dispuestos a la manera de un mosaico en torno a las fronteras, la soledad y los malentendidos, el miedo y la confusión.
A tales efectos, el título del film resulta sintomático. “Babel” hace referencia a la cita bíblica sobre “una torre construida por los hombres con el fin de alcanzar los cielos que Dios destruyó enojado, esparciendo a los seres humanos por toda la Tierra, separándolos y forzándoles a hablar en diferentes lenguas”. Una alegoría que guionista y director trasladan a la pantalla “no tratando idiomas y fronteras como fenómenos externos, sino como reflejo de las auténticas barreras, las individuales, que solo llegan a romper el amor y el dolor”. En el rodaje, sin embargo, las diferencias de lenguas y nacionalidades se hicieron notar de modo muy concreto. “Durante un año”, cuenta Iñárritu, “recorrimos el mundo como una trouppe circense llena de acentos diversos, que al recalar en cada localización sumaba los nativos. Por ejemplo, en el plató de Marruecos se hablaba inglés, árabe, bereber, francés, italiano y español. Tuvimos incluso actores no profesionales, procedentes de la misma ciudad, que no hablaban el mismo idioma, y fue un reto lograr que se entendieran”.
A esas dificultades hubo que añadir los condicionantes climatológicos, sociales y organizativos de cada país, que el director quiso formasen parte del guión para ir más allá “de la visión maniquea del extranjero o el turista”. Desde Taguenzalt, un pueblecito ubicado en el valle marroquí del Draa y azotado diariamente por tormentas de arena, a la calurosa aldea mejicana de El Carrizo y el inclemente desierto de Sonora, y terminando en Tokio; entorno urbano en principio más accesible, pero en el que sorprendentemente no existe una comisión cinematográfica municipal que conceda permisos de rodaje, por lo que el equipo rodó “echándole valor y pensando en plan guerrilla, improvisando y escapando antes de que llegase la policía”.
Paradójicamente, estos obstáculos facilitaron a Iñárritu calar con más profundidad la historia que contaba, y hacerle descubrir, como se señalaba al inicio, que “la mayor tragedia humana es la incapacidad de amar y ser amados, la incapacidad de tocar y ser tocados, independientemente de culturas, razas, idiomas o niveles económicos. “Por eso” –concluye-, “Babel” se ha transformado finalmente en una película acerca de lo que nos une, y no de lo que nos separa”.