El guión no revela sus cartas desde un principio, optando por una indefinición desconcertante.
Cerca de cumplirse una década desde la primera aparición de una marca de fábrica tan característica como la de “factoría Judd Apatow”, cabe recordar que dicho director se ha visto implicado en diversas labores –guionista y productor, principalmente– en títulos que han ido llegando a nuestras pantallas con pasmosa regularidad (Pasado de vueltas, Supersalidos, Paso de ti, Hermanos por pelotas, Superfumados, Año uno, Todo sobre mi desmadre, La boda de mi mejor amiga, Sácame del paraíso o Eternamente comprometidos), y que comparten una serie de características –referencias sexuales de todo tipo, situaciones absurdas, animaladas diversas...– bastante bien conocidas por el espectador mínimamente al día.
Sin embargo Apatow ha demostrado, en su poco prolífica filmografía, cuidar algo más los títulos que firma con su propio nombre. Virgen a los 40, Lío embarazoso o Hazme reír siguen manteniendo rasgos propios de la mentada factoría, pero se aprecia un ansia de su director por trascender la mera comedia bruta para reflexionar sobre otro tipo de temas, aunque en ocasiones dicha reflexión quede parcial o totalmente sepultada por la sal gruesa que el realizador gusta de verter a toneladas.
En Si fuera fácil partimos de una crisis doble, la de los miembros de un matrimonio que cumplen 40 años la misma semana. Como no podía ser de otra forma, esa edad supondrá un punto de inflexión no en sus vidas, pero sí en la manera en que perciben su existencia y los años que aún les quedan por delante. Por si cruzar dicha barrera –corporal y mental– no fuera suficiente, una serie de elementos secundarios irán apareciendo para poner a prueba la paciencia de la pareja, que sufrirá constantes altibajos en su búsqueda de una relativa estabilidad.
En la parte positiva de la cinta, cabe decir que se nota que Apatow ha vivido en sus propias carnes situaciones remotamente parecidas, y nos las presenta con los suficientes visos de realidad –dentro del absurdo de muchas– como para que nos veamos reflejados en ellas. No en vano ha puesto a su propia esposa (Leslie Mann) y a sus dos hijas, junto a Paul Rudd (alter ego del director), para dar vida a la familia protagonista. La química entre los dos actores principales, así como sus momentos de lucimiento en solitario, aportan buenos momentos al conjunto.
Además, hay que tener en cuenta la honestidad con que el máximo responsable del filme encara ciertos temas, así como la pericia que muestra para saber combinar el humor pasado de rosca con un sorprendente poso de amargura. Tampoco son desdeñables los cameos de gente más o menos conocida o las referencias que maneja de artistas musicales y de series de televisión (Perdidos contra Mad men, nada menos).
Pese a todo, esta nueva vuelta de tuerca al tema que tratan la mayoría de títulos asociados a Apatow –negarse a madurar, permaneciendo como adolescentes eternos– muestra también una serie de defectos que no permiten disfrutar de ella tanto como sería deseable. Por una parte, da la sensación de que los secundarios no se aprovechan casi nada. Apenas Chris O’Dowd o Albert Brooks cuentan con líneas memorables, y casi podríamos deducir que otros como Jason Segel o Megan Fox pasaban por allí y rodaron unas escenas para atraer a sus respectivos fans.
Tampoco hace ningún bien al filme que la carga dramática que subyace permanezca oculta del modo en que lo hace, ya que el guión no revela sus cartas desde un principio, optando por una indefinición desconcertante: cerca del ecuador de la película intuimos que esto es una comedia “con mensaje”, pero a esas alturas ni nos hemos reído a carcajada limpia ni hemos empatizado con el callado sufrimiento de los protagonistas. Algo falla cuando las dos vertientes están bien combinadas, pero ninguna de ellas logra su cometido por completo.
Asimismo, Apatow comete de nuevo el gravísimo error de no meter más tijera en la sala de montaje, ofreciéndonos más de dos horas de una historia que, sintetizada con gracia en 90 minutos, ganaría muchos enteros. Su excesiva duración provoca altibajos en el ritmo, multitud de tiempos muertos, reiteración de situaciones y de diálogos, y finalmente un agotamiento en el espectador, que acaba por padecer en sus carnes la incapacidad del director para condensar ideas y crear humor con unas pocas frases certeras. Se trata, sin lugar a dudas, de la obra más ambiciosa del norteamericano, pero sus resultados se hallan todavía muy lejos de acertar plenamente.