Puestos a darle al público cine espectáculo, qué menos que hacerlo bien.
Hace apenas una semana, a propósito de Hansel y Gretel: Cazadores de brujas, hablábamos de la ola de revisitaciones de cuentos infantiles que últimamente pueblan las pantallas de los cines. Para no ser menos, Disney nos ofrece ahora una precuela de El mago de Oz (1939), el clásico de Victor Fleming que adaptaba una de las diversas novelas que L. Frank Baum dedicó a dicho mundo de ensueño. Tras las cámaras se halla un inesperado Sam Raimi, que muy alejado de sus inicios como cineasta de culto –y tras la más reciente e irregular trilogía de Spiderman– se entrega al espectáculo en tres dimensiones.
Precisamente el 3D es el aspecto más destacable de esta producción. Tanto en el segmento introductorio en blanco y negro como en el resto del film, la imaginación desplegada en los escenarios y en el diseño de ciertos personajes sumerge al espectador en un festín visual que tienen sus mejores momentos durante la primera hora y también en el clímax final. Puestos a darle al público cine espectáculo, qué menos que hacerlo bien.
Otro punto a tener en cuenta es el respeto por la cinta original de Fleming, ya que, dejando aparte los homenajes de diverso tipo que recibe por parte de Raimi, se ha procurado lograr una conexión perfecta entre la conclusión de esta historia y la que se nos narraba en aquella. Algo que debería ser lógico en este tipo de productos, pero que en ocasiones no se hace, provocando el desconcierto en los espectadores con más expectativas (véase el caso de Prometheus). Es más, ahora que se está hablando de una posible secuela sólo cabe pensar racionalmente en un remake de la propia El mago de Oz.
El argumento, sin embargo, ya es harina de otro costal. Se trata de contar la historia de cómo el mago llegó y se estableció en Oz, recurriendo a la manida trama de si él será el elegido que salve dicho mundo o si sólo es un farsante. Se alude en muchas ocasiones a la fe en uno mismo, así como a la separación entre el bien y el mal, pero no deja de sonar demasiado trillado. James Franco se esfuerza por dibujar a un simpático caradura que trata de salir airoso de la situación, pero a fuerza de ver repetidas ciertas muecas suyas nos preguntamos qué habría resultado de haber aceptado el papel el desvergonzado Robert Downey Jr.
El guión no consigue mantener el interés durante todo el –algo excesivo– metraje, fallándole gas en la parte central. La historia adolece de falta de alma y de profundidad, resultando un espectáculo familiar demasiado frío, impersonal y banal. La música de Danny Elfman cumple pero no destaca especialmente. Alguna de las brujas posee un gran magnetismo (Michelle Williams), mientras que otras no terminan de explotar su potencial (Rachel Weisz y Mila Kunis). Con otros secundarios pasa igual: la muñeca de porcelana nos interesa, pero el mono alado causa indiferencia.
Pese a todo, y a la vista de las comparaciones surgidas respecto a Alicia en el País de la Maravillas de Tim Burton (ambas de Disney, firmadas por directores de renombre y con abundancia de efectos especiales) hay que decir que en esta ocasión Raimi al menos logra firmar un producto digno, aunque totalmente inofensivo y mediocre dentro de su filmografía.