Los elementos comunes entre Saw y Mentes en Blanco se aprecian a primera vista: personajes que despiertan desorientados en un entorno ajado y opresivo, víctimas de un encierro que no entenderán hasta que la tensión del metraje señale el momento oportuno, y obligados entre tanto a esforzarse por atar cabos conscientes de que su vida depende de ello.
En los elementos que separan a Saw de Mentes en Blanco nos encontramos con el número de personajes que participan del encierro (cinco, por los dos de aquella), el hecho de que ellos mismos sean en potencia sus propios enemigos –al cuadrar las piezas del puzzle se desvelará si lo son– y desplegar un dramatismo mucho menor por una mezcla de contención ante los excesos de la película comparada, y la falta de capacidad para sacarle más partido.
No puede negarse que en esta comparación Saw se lleva el mérito de precursora en varios frentes y que a pesar de que ambas cintas también coinciden al marcar el debut de sus creadores, estos últimos debieron tenerlo más fácil escudándose en el éxito de la saga sanguinolenta. Gracias a ello esta producción viene con más pretensiones y herramientas privilegiadas, porque a pesar de marcar el inicio de Simon Brand como director, su trayectoria como creador de videoclips (Jessica Simpson, Enrique Iglesias, Shakira, Ricky Martín...) y anuncios publicitarios (Pepsi, Nabisco, BMW, Coca Cola...) allana un camino en el que cuenta con la complicidad de fotografía de Steve Yedlin (reconocido por el trabajo en Brick, y cómplice del mítico Tobe Hooper en La Masacre de Toolbox).
Y eso sin entrar en las facilidades en el reparto, con el protagonismo de James Caviezel (el Cristo de Mel Gibson), Greg Kinnear (el artista maltratado por Jack Nicholson en Mejor Imposible), amén de secundarios de primera donde tiene su papel florero la modélicamente gélida Bridget Moynahan (El Señor de La Guerra).
¿Qué falla en Mentes en Blanco? Pues a pesar de sus varios aciertos visuales en la recreación del viejo almacén donde sus protagonistas despiertan amnésicos, el encierro no llega a ser claustrofóbico porque la angustia que debía transmitirse entre los personajes queda en un término medio por su incapacidad para llevar su tensión al punto exigido, a pesar de que las dudas sobre la bondad y maldad de cada caracterización a partir de su falta de recuerdos ofrecía prometedoras posibilidades. Sus destellos de flashback apuntando al pasado se salpican de torpes giros emocionales, reacciones con coherencia que se quiebra al primer interrogante y una débil duda que mantiene la justa curiosidad y que se resuelve con la escasa firmeza que puede dar quien quiere sorprender pero lo intenta con timidez primero, con temblorosa decisión después
Nos encontramos con uno de esos argumentos en que si uno se limita a atender con voluntad a su historia podrá cogerse de varias de sus cualidades para salir con una moderada satisfacción sin tener que cargar sobre su paciencia con el peso del metraje. Pero si por el contrario uno cae en el error de plantearse preguntas cuyas respuestas Matthew Waynee (guionista) no puede encajar, tendremos que enfrentarnos a su ingenuidad a la hora de añadir obstáculos o explicaciones que son los débiles cimientos de un viejo almacén que puede venirse abajo sin demasiada resistencia. En todo caso se agradece la renuncia a los elementos gore y a la angustia más visceral por la que con tanta falta de alternativa apostaban Wan&Whannel con las condenas del machacón payaso de madera sin cuya presencia podemos librarnos de molestas e innecesarias secuelas.