Los condicionantes son un factor determinante en la valoración de una película. Uno puede acudir con la idea preconcebida de que lo que va a encontrarse es una obra maestra o un fiasco y salir con la idea totalmente contraria, únicamente por lo exagerado de sus expectativas. En otras ocasiones, esta opinión previa es la responsable de terminar con una idea diferente de la que se habría tenido libre de esas influencias, lo que hace que acudir a la sala con la mínima información sea, algunas veces, un ejercicio interesante.
Con La Alianza del Mal el pronóstico es, simplemente, de película terrible. Lo es porque a pesar de que Renny Harlin tenga un currículum con datos llamativos para los fácilmente impresionables (la segunda Jungla de Cristal) y tenga aciertos en la recreación de escenarios como ha demostrado en cintas como Los Cazadores de Mentes, su apuesta por el suspense tiene hitos tan abominables como la cuarta entrega de las andanzas de Freddy Krueger y el enorme despropósito que supuso la precuela de El Exorcista, inicialmente rodada con Paul Schrader y que tras la insatisfacción veleidosa de su equipo de productores fue rehecha por él con un resultado atroz (aunque ahora traten de vender la versión original como ‘edición prohibida’: hay quien busca el dinero hasta en sus propios desperdicios).
Los augurios no pueden confirmarse más deprimentes ante el grupo de adolescentes de curvas prietas y musculaciones de diseño, con su innata facilidad para el diálogo descerebrado, con su expresión del sueño adolescente de sexualidad activa e independencia que se concreta en el manejo de vehículos de lujo y libertad horaria. Todo en una mezcla deplorable que se incrementa por sus poderes sobrenaturales que aproximan su curso académico huérfano de libros al de otras escuelas como la de Jóvenes y Brujas para luego aportar su dosis de originalidad al girar a enfrentamientos próximos a la escuela de Dragon Ball de Akira Toriyama.
Si pasados los diez primeros minutos hay que concentrarse en esfuerzos para que no nos llegue a la cabeza la estupidez envenenada de sus diálogos (elaborados con desesperante negligencia) no fuera caso de que su poder contagioso pudiera aniquilar nuestras neuronas, si en ese momento la duda es si el peso de la cinta lo van a llevar las apariciones de jóvenes señoritas luciendo lencería para un posado de Victoria's Secret o los músculos de aspecto plástico que lucen sus candidatos al apareamiento, estas mismas dudas siguen acompañando una hora después. Pero entre tanto se habrá colado un intruso inesperado, el de un interés sosegado formado por la desazón de unos parajes que de superficiales y manidos han ido haciéndose con una emoción más consistente gracias a la labor de fotografía de Pierre Gill (Juana de Arco) y en donde la imbecilidad genética de sus protagonistas pasa a un segundo plano en favor de una presencia atmosférica mayor que los engulle y ningunea. Sus poderes a lo X-Men vienen con un acompañamiento argumental que resulta gratificante en su forma de arma de doble filo: su uso es tan adictivo como peligroso al consumir a quien lo utiliza y deteriorarlo, y a pesar de que falta el suficiente tacto como para que esta idea se plasme con coherencia en todo momento, sí le da algo más de cuerpo y evita la indiferencia que creaban inicialmente sus mágicas aportaciones.
De la pereza en los diálogos y el avance a tumbos con talento justo hay momentos en que parece que por error se ha encontrado algo de luz. La historia génesis de sus dotes sobrenaturales, basándose en una figura cuyo nombre suena a brujas anteriores (las brujas de Ipswich por Las Brujas de Eastwich de 1987) da paso a emociones que parecía que no tendrían lugar al entregarse plenamente a las turgencias y sobrecargas musculares de carne joven; la disputa a golpes de energía vital sabe ganarse atención a pesar de lo despreciable y forzado de los papeles de héroe y villano-tapado que conduce al único lugar posible desde el más rudimentario de los prejuicios.
No nos encontramos con una obra para el recuerdo, su proximidad con lo que algunos han entendido como serie B está a flor de piel y la deserción sería una opción comprensible. Pero el premio a los duros de estómago que apuesten primero por ella y aguanten la primera dosis de metraje desmoralizante –quizá ambicionando algún posado más de lencería– es una recuperación impensable que no significa que alcance una inmerecida dignidad, pero sí que se gane la atención justa para superar su proyección.