No sabemos si el siglo XXI necesitaba a Rocky, pero una vez vista la película resulta evidente que Stallone sí
De todos los arquetipos heroicos que el cine está recuperando en los últimos años, probablemente el del boxeador Rocky Balboa sea uno de los más impermeables al reciclaje. Batman, Bond, Superman, son criaturas con una entidad tan abstracta y un historial tan extenso que pueden renacer cada cierto tiempo con la seguridad de que ni una encarnación equivocada ni una coyuntura desfavorable a sus características esenciales acabarán con el background o las posibilidades del personaje en cuestión. En cambio, el semental italiano está plenamente condicionado a su creador, Sylvester Stallone. Cada entrega de la serie Rocky es susceptible de lecturas que atañen al momento vital y profesional del actor, guionista y director, y que limitan el alcance de posibles experimentos. Experimentos que, vista Rocky Balboa, Stallone no parece tener intención de abordar.
Rocky (John G. Avildsen, 1976), la historia de un púgil simple y modesto que combatía por casualidad contra el campeón mundial de los pesos pesados, fue el amanecer de una estrella cinematográfica: un descendiente de inmigrantes italianos y ucranianos, feo y con una parálisis de nacimiento en la mitad izquierda de su rostro, capaz con sólo 24 años de imponerse como intérprete de su propio guión frente a los productores de un film que costó un millón de dólares y terminó convirtiéndose en uno de los más vistos de la historia del cine norteamericano, además de ganar el Oscar a la mejor película. Rocky era un producto típico de la segunda mitad de los 70, marcada por un optimismo agridulce consecuencia de la dimisión de Richard Nixon (1974) y el final de la Guerra de Vietnam (1975).
Rocky II (1979), ya con Stallone como dueño en solitario de su personaje, representó la inmediata perversión del espíritu de superación personal que iluminaba el film previo, igual que Rambo (también Stallone, 1985) respecto de Acorralado (1982). El boxeador triunfaba allí donde antes había fracasado gracias a una revancha sintomática de los tiempos que se avecinaban; aquellos 80 liderados por Ronald Reagan en los que Hollywood emprendió una carrera que sobrepasaba los límites de la realidad impulsada por una concepción circense (Rocky III, 1982), patriotera y cuasiridícula (Rocky IV, 1985) del espectáculo. Stallone se hallaba en la cumbre de su carrera.
Pero la decadencia no se hace esperar. A partir de Yo, el halcón (1987), intento desastroso en taquilla de crear otro héroe del pueblo, un camionero llamado Lincoln Hawk, Stallone se desliza lentamente por la pendiente que le ha conducido a principios del siglo XXI al policiaco direct to video y el cameo de lujo. En cuanto a Rocky V (1990), hasta hoy último capítulo de la saga, supuso un return to basics que no convenció a nadie.
Han pasado quince años. ¿A qué aspira Stallone en esta sexta ocasión? Rocky Balboa tiene mucho de secuela, evidentemente, con un protagonista viudo, dueño de un restaurante, devorado por la nostalgia, y a quien la vida concede dos últimos coletazos en las personas de una madura atractiva (Geraldine Hughes) y un joven campeón (Antonio Tarver) cuya legitimidad como boxeador parece depender de que un púgil de la vieja escuela –Balboa, por supuesto- se enfrente a él. Pero estos ingredientes dramáticos, resueltos como cabe esperar, sirven a otro propósito: el de rendir homenaje a Rocky y, por extensión, al propio Stallone.
Así, la primera y más extensa parte de la película está dedicada a glosar tanto las bondades de Rocky, su carácter honesto, caballeroso y bonachón; como el universo suburbial imaginado por Stallone para el film de 1976, en un tono decididamente lacrimoso, laudatorio y sentencioso que apenas atemperan los comentarios esquinados del cuñado de Rocky, el descreído Paulie (Burt Young). Esta glosa, sobre todo en lo referido a los diálogos, está plagada de guiños que remiten no sólo al pasado del personaje, sino también a su proyección en la realidad e incluso a su futuro infográfico.
La segunda parte, precedida por la inevitable escena de entrenamiento y subida a la escalinata a los sones de la música de Bill Conti, la compone el no menos inevitable combate, en el que se pierde toda contención y los comentarios admirativos sobre Rocky se suceden de manera un poco vergonzosa. Cuando uno de los periodistas congregados alrededor del ring grita “¡Bienvenidos a Rockylandia!” el espectador no tiene más remedio que asentir. Rocky Balboa ha desvelado su verdadera naturaleza. Nada de nuevas aventuras del héroe enguantado, ni renacimiento más o menos verosímil, ni adaptación a 2006. No, esta película es un refugio de Stallone contra su decadencia, un autohomenaje que enardecerá a los muchos admiradores del personaje e incomodará al resto de los espectadores. Ni más, ni tampoco menos, porque el objetivo se cumple.
Al cinéfilo ateo se le ofrecen otros aspectos de interés, como la comparativa formal entre las dos partes que hemos distinguido, marcadas respectivamente por un estilo pausado, tradicional, y otro deudor de la mezcla de formatos y la preeminencia del montaje. O la reflexión implícita en las imágenes en torno a la vigencia de los arquetipos cinematográficos. El resto, como certifican los entrañables créditos finales, es leyenda.