El juicio de los gustos difícilmente puede servir para desentrañar la calidad de un producto al colocar por delante la afinidad a los méritos. De la misma forma, limitarse al recuento de puntos por logros conseguidos puede dejar un balance en que el resultado no convenza a nadie a pesar de contar con toda la corrección posible. ¿Cuántas películas hay repletas de aciertos visuales, de diálogos elaborados y buenas interpretaciones que no obstante no aciertan al encontrar el alma o quedan irremediablemente huecas? ¿cuántas hay por el contrario que son un despropósito en uno o varios aspectos y que con todo logran hacerse con una legión de fieles y ganarse el título insondable de ‘película de culto’?
Cintas como Kill Bill pueden generar detractores y fieles a partes iguales pasando por encima del ejercicio de estilo incuestionable de un Tarantino demasiado genuino para ser vilipendiado por su particular uso del talento. Cintas como Lost In Translation son demasiado admirables por la creación de una atmósfera que recoge las emociones que ningún diálogo podría provocar y que puede reunir en un solo beso más amor que las cientos de historias de género que lo exprimen ruidosamente camino a la indigestión azucarada. Una parte del respetable, acostumbrada a las evidencias del prototipo de encuentro clásico-soporífero del te-quiero-no-te-quiero podrá aburrirse y hundirse en la butaca en su viaje por Tokio, pero ahí quedan logros que se salen de lo común.
Para su directora y artífice también de adaptar en esta ocasión la revisión de la vida de Maria Antonieta –Sofía Coppola, que utiliza el libro de Antonia Fraser Maria Antoniette: The Journey- el lenguaje de la emoción como instrumento que evoluciona desde el videoclip es una herramienta esencial cuya expresividad supera las palabras y la narración de hechos. Desde algún tipo de afinidad snob ha cruzado el túnel del tiempo por medio de la mencionada novela para encontrar un personaje con el que conectaba gracias a que Fraser desmitificaba la visión de una reina fría y mostraba una adolescente cariñosa y alegre, encaminada a sumergirse en una vida hedonista como opción más lógica.
Lejos del relato cronológico propio de la lección de historia, de las enumeraciones de hazañas del tedioso biopic, Coppola se propone alejarse de sus métodos (quien quiera saber del pasado que lo hubiera pensado mejor antes de abstraerse en clases de historia) y se lanza a experimentar la creación de una ambientación que habla por si sola. La conexión del lujo extravagante de su tiempo con la diversión desacomplejada del llamado pop neo-romántico que se enfrentaba al punk y rock clásico en la década ochentera, da un cruce imposible de estilos que funciona a pleno rendimiento en cada uno de sus minutos.
No es de extrañar tanto crítico contrariado, tanto confundido y tanto lanzado a la acumulación de halagos ante un logro tan inusual. La exposición de un escenario de chismes y rudimentarias tradiciones convive con la exaltación de las tradiciones que buscan dignidad para la mezquindad de alta alcurnia, retratado todo a la perfección en contraposición a una adolescente que es obligada a ser princesa y que se inhibe a golpe de saturación de dulces y alcoholes bajo los acordes de The Strokes, The Cure, Bow Bow y tantos otros que forman una banda sonora selecta. Su inserción es tan meticulosa que crea un bloque conjunto al límite de lo chirriante al ambientar Versalles, rodada con más poderes que nunca gracias a la devoción del director del palacio hacia Sofia Coppola. Entre sus pasillos Kirsten Dunst (que repite con ella tras Las Vírgenes Suicidas) da vida con sus sonrisas a Maria Antonieta y es el fiel reflejo de un snobismo superficial y alejado del mundo, puramente adolescente, y con rasgos mantenidos en el paso de los tiempos. A su juventud le acompaña una paleta de colores –repite Lance Acord como director de fotografía tras Lost In Translation– que se aleja de toda visión rancia del cine de época y satura la pantalla de luz y tonos pastel antes de oscurecerse con la madurez de la protagonista y la llegada de tragedias, en el momento histórico en que su nombre comienza a usarse como chivo expiatorio de una situación en que Francia está a punto de cambiar su historia (el apoyo sin demasiada formación de Luis XVI a la revolución Americana comienza a esquilmar las reservas del Estado mientras es Maria Antonieta la que recibe el apodo de Miss Déficit).
Durante las dos horas en que dura esa burbuja azucarada que es su vida bordeando la república, la Maria Antonieta de Coppola es un cuadro musical formado con un estilo que deja poso y que participa intencionadamente de la misma superficialidad que el personaje y su caprichosa existencia. Inevitable que algunos se sientan traicionados por la falta de relato, por la mera exposición de anécdotas y videos musicales con que se ilustra la adolescencia monárquica. Pero los méritos propios están en sus formas y alguien preparado para recibirlos e informado de sus características de antemano podrá saborear la experiencia.